Lenguaje – Psicoanálisis – Ateísmo – Mesianismo

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Por Martín Uranga

Quiero presentar a los lectores algunas reflexiones acerca de temas que considero cruciales al momento de pensar las coordenadas de la subjetividad de nuestros tiempos. En épocas en que la posmodernidad ostenta la diversidad como uno de sus baluartes y conquistas más preciados, les hago llegar algunas apostillas que de modo fragmentario intentan constituir un entramado discursivo a ser tejido por los distintos aportes que pudieran ir surgiendo, buscando conjurar la proliferación imaginaria carente de horizonte ético, con enunciaciones que den cuenta de una apuesta por el compromiso subjetivo y la inscripción de la diferencia.

Las reflexiones en cuestión pueden padecer de cierto desorden estructural propio del estilo. Espero que la resonancia que pudieran generar, les haga encontrar un cauce de sentido a construir en el seno de una intertextualidad creativa y fecunda, que no rehúya los contrapuntos, el debate y la polémica.

Lenguaje – Psicoanálisis – Ateísmo – Mesianismo

–       Si bien el ateísmo le ha permitido a Freud, siendo un “judío sin Dios”, de acuerdo a la expresión legada a Pfister, la posibilidad de erigir el discurso psicoanalítico, en tanto el mismo tiende a la consideración de la ausencia de garantía real en el mundo simbólico, asimismo, su ateísmo ha constituido su obstáculo principal, su punto ciego por excelencia. Lacan decía que la no creencia de Freud en Dios le hacía actuar en la misma línea. Es decir, su ateísmo le llevó a no advertir las consecuencias últimas de su obra, dadas por el hecho de que el inconciente supone la radical trascendencia de una alteridad constitutiva. Así, su no creencia en Dios, lo condujo a situar al fenómeno religioso como subsidiario de la neurosis, con lo cual queda el evento del lenguaje, del cual el hecho religioso es su soporte fantasmático, subsumido al registro del sujeto. De este modo, las coordenadas simbólicas situadas por Freud no pueden prescindir de la consistencia paterna. El rechazo de Dios retorna en la teoría bajo la forma de la hegemonía del padre como constitutiva de la subjetividad. Lacan dice, así, que el complejo de Edipo es el contenido manifiesto del deseo de Freud de sostener al Padre.

–       Cuando Lacan habla de la necesidad de ir más allá del Padre a condición de servirse de él, está diciendo que sólo creyendo en el Padre es que puede emerger su más allá siempre inacabado como tal. El más allá del Padre es el ateísmo como utopía. En términos teológicos, es la consumación del Reino en que “Dios es todo en todos”, es decir, el vaciamiento de Dios en la (ex)istencia al fin revelada. La paradoja en cuestión es que sólo desde la creencia en el Padre es posible atisbar la perspectiva del ateísmo. En tanto el orden simbólico inscribe como tal la falta, sólo podemos entrar en relación con ella a través de su mediación. La dimensión simbólica del lenguaje entraña su propia carencia, y, así, sólo desde la reactualización del Pacto con la Palabra el más allá cobra vigencia como expectativa de Redención. La no creencia en el Padre, conduce “a la existencia de los dioses en cuanto reales” (Lacan, SX, pág.332), al mundo que habla, al retorno al paganismo. El Padre, o peor…

–          Cuando Freud enuncia en El porvenir de una ilusión (IX) que quizás el fin de la religión traiga aparejado el fin de la alienación humana, no dice otra cosa que lo sostenido por la tradición judeo-cristiana. Pensemos en el caso del cristianismo: el retorno de Jesús en la parusía, de acuerdo a  las escrituras, supone la internalización del evento mesiánico en cada prójimo y en uno mismo, con lo cual se cumple el mandato bíblico: “Seréis como dioses”. La Iglesia y la religión dejan de tener existencia. La llegada del Reino supone que Dios se ha encarnado finalmente en los seres humanos, evento del cual Jesús fue la primicia. La fe y la esperanza, ceden su lugar al primado de la caridad. Quizás la principal diferencia radique en que Freud entiende que la superación de la religión puede advenir por la vía de la crítica y la reflexión, reconduciendo la misma a los deseos del sujeto y considerándola como un síntoma, mientras que la consideración del lenguaje como acontecimiento Otro, supone la persistencia en la relación dialógica con Dios en tensión permanente hacia su vaciamiento en la venida del Reino siempre por venir. Una importante consecuencia de esta diferencia, radica en que la apuesta freudiana supone una progresividad lineal, “el progreso en la espiritualidad”, que, aunque de modo lejano, puede percibir como lógicamente posible la concreción de la utopía. Por el contrario, la concepción mesiánica, si la pensamos en términos de crítica radical a la filosofía del todo, tal cual lo hizo Franz Rosenzweig, supone el aspecto disruptivo que se consuma en la fugacidad instantánea nunca totalizable que relanza el Reino hacia el porvenir siempre prometido. La utopía nunca se concreta, porque siempre está realizándose. Pensemos en la eucaristía. La presencia de Jesús se hace siempre actual, a la espera de su regreso definitivo, que nunca llega, porque está llegando con permanencia renovada cada vez. Pareciera ser que esta vía, que reconoce el evento del lenguaje como inasimilable para el sujeto, persiste en la tramitación de lo real de modo más logrado que la que supone el intento de captura del orden simbólico por parte del sujeto. Aun pensando en la posibilidad de advenimiento de la “era mesiánica”, la misma no podría sino suponer el ejercicio en acto de la Redención en una relación dialógica con el prójimo nunca acabada, no implicando cierre, totalidad, ni consumación de la historia, sino más bien apertura, hiancia, y correlación ética en perpetuo devenir.

–       La novedad judía consiste en la hegemonía de la palabra, que inscribe tanto el exilio del sujeto del mundo como la efectuación de la existencia a través de la Revelación proveniente del lugar del Otro. La tripartición que hace Franz Rosenzweig entre Dios-Hombre-Mundo, resulta de vital importancia como antídoto frene al idealismo que sostiene la lógica de un Todo que evita confrontar con el desgarramiento subjetivo causado por el lenguaje. Así, Dios se constituye como la nominación otorgada por la cultura para dar cuenta de la heteronomía inasimilable del orden simbólico, a contrapelo de las pretensiones totalizadoras e idealistas. La experiencia del Uno que el monoteísmo introduce es la de la discontinuidad, de la apertura, del (des)encuentro producido por, a través, y en la herida causada por la Palabra. Dice Lacan en el Seminario XI respecto al inconciente: “¿Es el uno anterior a la discontinuidad? No lo creo, y todo lo que he enseñado estos años tendía a cambiar el rumbo de esta exigencia de un uno cerrado, espejismo al que se aferra la referencia a un psiquismo de envoltura, suerte de doble del organismo donde residiría esa falsa unidad. Me concederán que el uno que la experiencia del inconciente introduce es el uno de la ranura, del rasgo, de la ruptura.”

Comments

  1. Querida Ani: quería retomar dos aspectos de tu comentario. En primer lugar tu propuesta de pensar la trascendencia en la inmanencia. Creo que tiene la virtud de precaverse de la posibilidad de instituir la trascendencia como entidad supraestructural con posibles derivas místicas que desconozcan la raigambre pulsional. Por otro lado, pienso que padece del riesgo de que al situarla en la inmanencia misma, la trascendencia pierda su carácter disruptivo y eternamente novedoso que desaliena del mundo cosificado de los significados perpetuos.
    En segundo lugar, y en relación a lo antedicho: si el más allá del padre lo pensamos «como núcleo inmanente al padre mismo», resulta difícil pensar justamente la perspectiva del más allá. Entiendo que sólo si ese núcleo real trasciende la inmanencia, como testimonio de la carencia misma del orden simbólico, es posible avizorar el atravesamiento siempre inacabado del fantasma del padre. Si lo real es inmanente al padre su «función se pluraliza» y su consecuencia es la fragmentación y el paganismo, el «Uno que estalla». Prefiero pensar la dimensión múltiple del Uno en términos de lo que Lacan denominó «los nombres del padre», en tanto distintas modulaciones del Uno de la discontinuidad que rehúye tanto la fragmentación como la univocidad, cuya estructura podemos entrever en la trinidad del Dios cristiano («tres personas, una misma sustancia»). Dice Joseph Ratzinger en «Introducción al cristianismo: «La doctrina de la trinidad no pretende, pues, tener la comprensión de Dios. Es una declaración de límites, un gesto que apunta, que nos remite a lo innombrable…La fe trinitaria, que admite lo plural en la unidad de Dios, es fundamentalmente la exclusión definitiva del dualismo como principio de explicación de la multiplicidad junto a la unidad. Sólo así se consolida para siempre la valoración positiva de lo múltiple. Dios está por encima de lo singular y de plural; hace saltar ambas cosas.»

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  2. Querida Ani: quería retomar dos aspectos de tu comentario. En primer lugar tu propuesta de pensar la trascendencia en la inmanencia. Creo que tiene la virtud de precaverse de la posibilidad de instituir la trascendencia como entidad supraestructural con posibles derivas místicas que desconozcan la raigambre pulsional. Por otro lado, pienso que padece del riesgo de que al situarla en la inmanencia misma, la trascendencia pierda su carácter disruptivo y eternamente novedoso que desaliena del mundo cosificado de los significados perpetuos.
    En segundo lugar, y en relación a lo antedicho: si el más allá del padre lo pensamos «como núcleo inmanente al padre mismo», resulta difícil pensar justamente la perspectiva del más allá. Entiendo que sólo si ese núcleo real trasciende la inmanencia, como testimonio de la carencia misma del orden simbólico, es posible avizorar el atravesamiento siempre inacabado del fantasma del padre. Si lo real es inmanente al padre su «función se pluraliza» y su consecuencia es la fragmentación y el paganismo, el «Uno que estalla». Prefiero pensar la dimensión múltiple del Uno en términos de lo que Lacan denominó «los nombres del padre», en tanto distintas modulaciones del Uno de la discontinuidad que rehúye tanto la fragmentación como la univocidad, cuya estructura podemos entrever en la trinidad del Dios cristiano («tres personas, una misma sustancia»). Dice Joseph Ratzinger en «Introducción al cristianismo»: «La doctrina de la trinidad no pretende, pues, tener la comprensión de Dios. Es una declaración de límites, un gesto que apunta, que nos remite a lo innombrable…La fe trinitaria, que admite lo plural en la unidad de Dios, es fundamentalmente la exclusión definitiva del dualismo como principio de explicación de la multiplicidad junto a la unidad. Sólo así se consolida para siempre la valoración positiva de lo múltiple. Dios está por encima de lo singular y de lo plural, hace saltar ambas cosas.»

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  1. […] leer el artículo de Martín Uranga “Lenguaje-psicoanálisis-ateísmo-mesianismo aparecieron ante mí las reflexiones y poemas de Pessoa, a traves de algunos de sus heterónimos. […]

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  2. […] entre la máxima religiosidad y la vivencia del ateísmo como utopía al fin realizada (ver mi “Lenguaje-Psicoanálisis-Ateísmo-Mesianismo”). Es la posibilidad actual y concreta de lo imposible. Es la Revelación del Padre, ya no mediada […]

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