Comentario del libro La fe en el Nombre (Biblos, 2012), de José Milmaniene.

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Por Martín Uranga

La fe en el Nombre”, el nuevo libro de José Milmaniene, se inscribe dentro de la tradición más radical del legado freudiano: va al fundamento. Si Freud nos presenta en “Tótem y Tabú” y en “Moisés y la religión monoteísta” el corpus ético del psicoanálisis que se asienta sobre la égida de la Ley del Padre, es porque pensar las condiciones de efectuación del sujeto del inconciente remite de manera insoslayable a la estructura del lenguaje y a sus modos socio-históricos de expresión.

Así, consecuente con la labor de nominación de los significantes esenciales que Freud empezó a delinear al escuchar al sujeto de la modernidad que surge como efecto del discurso científico, Milmaniene emprende la imprescindible tarea de recrear las ficciones simbólicas esenciales, causa y efecto del progreso en la espiritualidad, en tiempos en los que la posmodernidad cuestiona las bases éticas que hicieron posible la emergencia del sujeto del deseo interpelado por la diferencia. Pareciera que el autor advierte que si en nuestra actualidad el lugar del Padre es cuestionado transgresivamente por las políticas de goce que promueven el retorno del protopadre, es necesario entonces encausar, a través de un ejercicio lúcido de escritura, un trabajo de simbolización que auspicie desde la inventiva y el creacionismo significante el reposicionamiento de los axiomas fundamentales puestos en cuestión por las recaídas pulsionales de nuestra época. De esta manera, Milmaniene no se contenta con reafirmar el lugar primordial del Padre en el abordaje del sujeto del inconciente, sino que entiende que es necesario situar el soporte escriturario que lo revela: el Nombre.

Si el psicoanálisis promueve la escucha atenta del sujeto causado por el encuentro con la diferencia, suposición inherente a la puesta en acto de la estructura simbólica, es necesario entonces situar aquello que nomina al lenguaje como tal. El nombre del lenguaje, escritura de imposible enunciación que entraña la potencialidad de la pronunciación de infinitos enunciados, constituye de este modo la instancia fundante de la letra. Así, inaugurando la revelación heterónoma de la alteridad, conmueve el universo narcisista y arroja al ser al exilio peregrinante que transcurre a través del mundo desiderativo escandido por el devenir significante. La revelación del nombre del lenguaje, expresado históricamente por los relatos que testimonian acerca de la singular experiencia del pueblo judío, implica, en términos de Freud, un salto cualitativo en el progreso en la espiritualidad, que supone el pasaje del mundo idolátrico y fetichístico de las imágenes que recrean un mundo cerrado en sí mismo, al encuentro traumático con la diferencia que se revela a través del tetragrama impronunciable signado por las letras del Nombre.

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