EMANCIPACIÓN Y REDENCIÓN. Más allá del Estado. Cuarta parte.

Por Martín Uranga

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Siguiendo los lineamientos de Rosenzweig, vimos en nuestra introducción que la Redención consistía en la acción de los hombres en el Mundo al servicio de la tramitación de los goces autorreferenciales. Implica la realización ética en acto en términos transhistóricos que, lejos de implicar un movimiento de clausura, conlleva una apertura del espacio desiderativo. Es la irrupción de lo inesperado, de lo inadmisible, de la articulación plena de la castración a través del amor. Constituye el encuentro entre la máxima religiosidad y la vivencia del ateísmo como utopía al fin realizada (ver mi “Lenguaje-Psicoanálisis-Ateísmo-Mesianismo”). Es la posibilidad actual y concreta de lo imposible. Es la Revelación del Padre, ya no mediada por la fe, allí donde su fantasma no deja de desgarrarse. La efectuación de la Redención supone la praxis de los hombres en tanto afectados por la Revelación. Sujetos de la Ley (legalidad simbólica), es desde su puesta en acto que el movimiento redentor adquiere su dinámica. Todas estas consideraciones forman parte de la dimensión que denominamos religioso-comunitaria. Es el área existencial por excelencia. Estamos aquí ante la determinación hiriente del sujeto por la Palabra, que busca su horizonte ético a través de la Ley que se desprende del lenguaje. La Redención tiene lugar a través de la destitución de la idolatría pagana que filtra una y otra vez la Revelación.

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Vínculo y cuidados: ¿solo con otros?

Por José Enrique Ema

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Las relaciones sociales son la trama en la que nos constituimos los sujetos. Pero en este proceso es imposible que se pueda establecer una relación estable, definitiva y completa entre el sujeto y el mundo social. A la vez que dependemos de los otros, el sujeto emerge si hay separación, corte o discontinuidad en relación a lo social. Las palabras, los afectos, las interpelaciones que vienen de los otros son el material con el que se teje un sujeto, pero son insuficientes para procurar a este una existencia “completa”. No solo es que ocurra así (lo social-relacional falla) sino que es necesario que así sea (con ese fallo “acierta”). Por eso la interdependencia y el cuidado no logran completar una vida.

Pero si no hay completud en y desde lo social no es porque haya una sustancia íntima e individual que se resista a ello, sino porque, como no la hay, somos ya, desde el principio, imposibilidad de completamiento. Gracias a esto puede haber sujeto, decisiones que tomar y capacidad de actuar; justo porque no hay causa, ni social, ni individual, suficiente para determinar nuestras acciones. Podríamos decir, que en el sujeto habita una imposibilidad singular que no puede explicarse totalmente por sus relaciones, incluso por ese tipo de relación social que es uno mismo. Esto es la condición de la ambivalencia en la interdependencia y en el cuidado. Necesitamos el reconocimiento, pero también la separación y la autonomización, del otro. No todo puede o debe pasar por el otro. Seríamos un mero objeto para los otros, o lo serían los otros para uno mismo, alienado completamente al otro sin ningún límite, como cuidador o como (quien es) cuidado.

Podríamos decir entonces que no todo es cuidable y que, por ello, cuidar supone también descuidar un poco. Tenemos noticia de esto cuando nos confrontamos con ese punto de soledad inerradicable que nos impide reconocernos completamente en, o por, el otro que nos cuida o al que cuidamos. No todo en nuestra tristeza, envejecimiento, desamor… es cuidable, ni por el otro, ni ciertamente por uno mismo. No todo de nuestra finitud es restituible, ni por los otros, ni por el consumo, las pastillas o los “me gusta” en facebook. El cuidado tiene su límite y su condición en la construcción de una distancia con los otros y con uno mismo (con la soledad intransferible que vacía nuestra intimidad más íntima). Esta distancia nos separa pero es también el terreno del vínculo social en el que aprendemos a hacer con los otros y con uno mismo sin la aspiración a resolverlo todo, a cancelar las diferencias, o a encontrar un acomodo definitivo en algún tipo de armonía o equilibrio feliz.

Se trata, en definitiva, de inventar una manera de hacer con esto, extraño pero íntimo, que no se deja gobernar por relación alguna y que a la vez es constitutivo de lo que somos. Y ello no puede ocurrir sin otros. No solo sin aquellos con los que ponemos, y hacemos, en común (con) nuestra soledad, sino tampoco sin uno mismo como otro para sí.

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