Por Hugo Savino
Mallarmé: El Fauno¹
“El amor es una agitación despierta, viva y alegre”. Un cuerpo clandestino desliza sus pasiones en cartas secretas, en esa agitación de la cita de Montaigne, a Méry Laurent. ¿Nada de un fauno…? Modestia, para ir rápido: el fauno solitario envuelve a la Palomita con palabras, el fauno cómico, el fauno impresionista con colores y palabras, la ocasión pone la estrategia. Mallarmé, sobre su mujer: “Es tan inteligente como puede serlo una mujer sin ser un monstruo. Yo la haría artista”, pero es otro capítulo. Mallarmé ya se había hecho esta pregunta: ¿adónde huir en la rebelión inútil y perversa?: acá entra la palabra clandestinidad: los pocos lectores que quedan no necesitan más aclaraciones: la época abunda en charlatanes con diplomas y un buen lector sabe eludirlos y encontrar los buenos libros que llevan a otros libros, al laberinto del fauno, a la biblioteca, a la alusión, a la obscenidad, al flirt del mal, y “a la sensualidad a un grado increíble”. “Todo lo que se le puede ofrecer al poeta es inferior a su concepción y a su trabajo secreto”. ¿Quién es capaz hoy de soportar ese trabajo secreto mallarmeano, botella al mar? ¿Tenemos idea de esa soledad acosada por burgueses que le reprochan no ser un buen profesor de inglés? La manía de los profesores empezaba. Iban a fundar una república con esa plaga. Algunos pormenores: Ella (Méry Laurent): hija de una lencera y de padre desconocido nace en Nancy en 1849, a los quince años se casa con un almacenero, dura poco, se lo saca rápido de encima, y se va a París. Allí se hace mantener por el Doctor Evans, un dentista norteamericano muy rico. Mallarmé: profesor de inglés, pocos alumnos supieron valorarlo. A veces se sacó algunos días de licencia: merecidos, el agotamiento de enseñarle a esos hijos de burgueses. Viélen-Griffin: “Lo adoramos, pero mientras tanto fumamos su tabaco, bebemos su ponche, y es muy pobre, y no hacemos nada por él, y eso que algunos de nosotros somos ricos…”.
La época, como todas, tenía su censura: todo lo que salía de marco era mamarracho. O desviacionismo. La crítica ama siempre “los momentos tranquilos”, la calma chicha del comentario. Manet: no pintaba de la manera que se esperaba, parece que no hacía obras de arte, en sus telas faltaban las señales apropiadas, todo era muy poco definido, el retrato de Mallarmé tenía muchos empastes, el cuello de palomita del maestro está lleno de impresiones borrosas color ocre. Cuando había un dibujo mal hecho, el clásico mamarracho, los que decían saber se burlaban diciendo “parece un Manet” (Sorlin).
Max Nordau sobre Mallarmé – en su libro Degeneración: “Si el lector no entiende in-mediatamente este encadenamiento de palabras oscuras, que no se detenga a descifrar el enigma. Más adelante traduciré el balbuceo de este débil de espíritu en la lengua comprensible de los hombres sanos.” (1894). Max Nordau tiene un futuro. En este presente de profesores. Tienen la misma vocación higiénica.
Si seguimos la línea de Marchal, el Dr. Evans le asignó una renta, Manet la puso en una tela, y Mallarmé en poemas y misivas, a Méry Laurent.
Villiers fue una amistad: cuando Mallarmé escribió su conferencia sobre Villiers De L’Isle Adam, la representó, primero, ante su mujer, su hija Geneviève y dos amigos, y ellos “la siguieron con el sentimiento de no perderse ni una palabra”. La iglesia ma-llarmeana se sacude: ¿qué hace este Swift contando así la agonía de su amigo a esta cocotte que Manet pintó en 1882? Mallarmé no pedía permiso, sabía con precisión la clase de lector que hay en un Literato que sólo puede escribir tantas líneas a la semana y encima revisadas por el jefe de reseñas: ¿qué se puede esperar de un tipo que no sabe apreciar a Rodin?: falta de delicadeza, estupidez.
Méry, a veces, soñaba con la literatura, él respondía: “De qué me hablas, palomita; te molestan mis cartas y quieres literatura. No hago (…)”
“La mujer esa eterna ladrona”.
Ardor luminoso de la alegría, la gracia del mobiliario del siglo XVIII, o los acordes de Haydn: Stéphane Mallarmé.
1.- Stéphane Mallarmé: Cartas a Méry Laurent, ediciones Leviatán, Buenos Aires, 2004.
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