Goteo

Por Mónica Arzani

goteo

Nadie quería alcanzarme hasta el embarcadero de la quinta isla. Solución, terminé pagándole el doble a un pescador que desestimó los riesgos. Le indico por donde tiene que ir, me dijo, y me voy sin pisar tierra, aléjese rápido del agua, de noche la marea crece rápidamente, la familia que va a visitar perdió un hijo en la creciente de este año.

Desde la lancha divisé el camino, cubierto de malezas en algunos tramos. Sin intimidarme seguí sus movimientos de serpiente y juntos subimos la cuesta. El ocaso despojaba de color a la casa de la colina y los restos del día se fundían con los de ella, la misma que en el pasado había desplegado su soberbia sobre el bosque de álamos y que hoy se iba apagando como la tarde. Pensé que nunca más tendría recuerdo de otras tardes, como si esa hubiera quedado presa en mi memoria tapando las otras. Transcurría el otoño. Fui a buscar a Isolina, mi hermana me había escrito para pedirme que la acompañara al noviciado. Empujé la puerta de reja que estaba abierta. En el patio delantero un solcito tibio defendía su espacio entre mojones de sombra. Algunas flores comenzaban a cerrarse, la casa también, como si mi presencia le fuera ingrata. Era la casa de mi infancia, poblada de corredores muy largos, testigos mudos de cosas inconfesables. Miré el fondo, se había convertido en un matorral salvaje. La oscuridad se iba instalando, sin embargo pude distinguir en el patio de la pérgola una canilla que goteaba. El agua al caer creaba murmuraciones muy particulares. Entré al zaguán, mi sobrina oraba con tal consagración que sólo podía ser producto del destino. Soy sacerdote, conozco la devoción. Isolina no me escuchó entrar. Desde la sala llegaban balbuceos indescifrables, decían palabras que no terminaban de salir. Seguramente mi hermana había llevado la bandeja con la cena, había que comer temprano, deberíamos partir antes del alba, el convento quedaba muy lejos. El día caía como las gotas de la canilla del patio. Todo era silencio, todo se metía en la oscuridad. Observé a Isolina, su cabeza de niña era también su cabeza de anciana, coronada por la túnica blanca que ya no se sacaría. Las voces de la habitación contigua comenzaron a deslizarse de otra manera más comprensible y pude distinguir claramente la de mi hermana y la de mi cuñado. El toc, toc de la gota al caer acompañó el diálogo todo el tiempo y un clima de irrealidad envolvió la escena. Después recordé que había escuchado ese caer susurrante desde niño, porque era tan antiguo como la casa.

Las palabras comenzaron a llegarme a través de la pared que comunicaba el corredor con la sala, podía oírlas entre respiraciones entrecortadas: mejor ni lo pienses/ sí en estos casos…/.hay que recordar que la mujer que es ahora guarda la niña que fue/ parece agradable, si así se lo piensa/no, no podrá soportarlo, parece abrumada por la tristeza/es otra cosa lo que quema y quema/ mejor no pensar, fallarán las blasfemias y también los abrazos/ si se quedara allí dentro de ella podríamos…intentarlo/ ella está enferma de imaginación /cualquier pregunta parecería innecesaria/ ¿no? /se resiste a que alguien profane sus líneas tersas, su cuerpo no perdonaría ser profanado/ es frágil, se desliza por la vida/ él ya no está/ relativo, él fue el disfraz que le exigimos a cambio de nada, debemos retroceder, nuestra mano no debe pesar en sus decisiones/ él la rodeó hasta hacerla sentir que existe/ pero ella se condenó, no pudo crear el olvido…

Los pasos apurados de mi sobrina acallaron las voces. La penumbra del pasillo se estaba tragando todo. Las cosas evidentemente se mostraban a otros ojos, mejor no insistir.

Consumimos despacio una cena muda. Después, elegí para descansar el dormitorio que daba al patio de la pérgola. Siempre había sido el mío. Mañana los padres de Isolina nos mirarían bajar la cuesta camino al río, era el segundo hijo que no volverían a ver. Mi sobrina había elegido tomar lo hábitos en una orden de clausura.

La canilla goteó todo el tiempo, también el ardor de mi deseo goteó durante toda la noche.

Nunca debí volver.

El impostor

Por Mónica Arzani 

Prendergast, Revere Beach 1896

 Hoy no vino. No siempre viene, a veces pasan días, semanas, antes de que se aparezca. En cuanto lo veo mi pensamiento se agita. Ya conozco su procedimiento. Se pasea por el balneario, observa las carpas, los movimientos de los inquilinos y si hay alguna desocupada, se adueña de una mesa con la silla y comienza a escribir. Los vecinos lo conocen, pero ninguno repara en él. Su testimonio oscuro sale de la sombras y atraviesa el tiempo hasta volverse intemporal. Mudo y arcaico escribe, escribe. Parece una visión que desembarcó de un sueño. Alguien dijo una vez que se trataba de un agente de la KGB deportado a la Argentina. Su ritual nunca caduca, después de escribir unas pocas líneas, arranca la hoja del block y atrapado en un alud de ardor y pesar la destroza, para arrojarla al tacho de desperdicios. Se marcha enseguida, con paso enclenque a continuar con el ciclo del eterno retorno. Un día rescaté entre los demás secretos del cesto de residuos, lo que después descubrí era una carta sin terminar. Los caracteres pertenecían a la lengua rusa, la carta estaba fechada y contaba con dos nombres femeninos, Rusia e Irina. Fue suficiente. Mis manos redoblaron la apuesta, enlazarían los nombres y surgiría la historia, una historia de escaleras antiguas y silencios ásperos entre palabras. Tengo papel, tengo lapicera, solo necesito aislarme en mi imaginación.

Querida Irina: Creo ver tu rostro en el humo que produce la monotonía del calor en esta playa, tu recuerdo me está deshabitando fácilmente. Fueron muchos los grises intentos que trataron de rogarte el perdón, de esperar por una absolución que nunca llegaría. Mi frente está limpia de sudor y mis ojos cargados de llanto seco, todo a mí alrededor transcurre con la lentitud de una pesadilla. Yo no era libre Irina, me debía a la patria, ¡Cuánto hubiera dado por conocer un lenguaje donde la palabra patria no existiera! Las personas en nombre de los ideales somos capaces de grandes aberraciones. No pude retroceder, tuve que traicionar tu suave frescura de magnolia.

Esa mañana te veías serena, ni una lágrima, ni un temblor, el cuerpo enhiesto hasta que las balas cumplieron con su destino. Recuerdo que tus ojos me buscaron hasta atrapar lo míos, después dejaste caer tu mirada sobre la tierra.

Me siento avergonzado ante mi propia turbación. La culpa como un roedor maligno hizo de mí un animal avaro, arder es mi reposo. No retrocedas de mí Irina. Yo amé tu escote siempre desnudo y tu mirada de paloma entristecida. Debí hacerlo, hoy me alivia saber que pude, para eso me entrenaron. Pero no, no me hagas creer que fui yo, Irina. Me gustaría llorar bajo tu mano, mientras acaricias mi cabeza.

Él volvió a la playa unos días después, durante una tarde que parecía detenida por lo atemporal y quieta. Yo abandoné mi reposera, me acerqué y le tendí la carta. De su parte no hubo pregunta ni gesto alguno. De la mía tampoco. El hombre sabía que simplemente era lo que debía ser y lo aceptó.

Y yo me quedé mirando cómo se alejaba hacia el sur buscando la tormenta. En segundos lo enmarcó un cielo en sombras hasta que su figura se perdió en la oscuridad fría y amenazante.

Nunca lo volví a ver.

 

Playa Itzbu

Por Mónica Arzani 2675281

Recuerdo el día de la ceremonia, mi cuerpo desnudo frente al espejo, un cuerpo infantil, sin protuberancias femeninas, casi cubierto por mi cabello oscuro. La abuela me ayudó a colocarme la túnica y me acompañó hasta la entrada del bosque, era en la escollera de la playa Itzbu en donde debía esperarlo. En mi mano llevaba el ramo de novia, hecho de azucenas. Yo avanzaba despacio, tan serena y pálida como cualquier otra flor de mi ramo.

La luz cegaba mis ojos recién salidos del sueño, me había despertado apenas despuntaba el día. No sabía qué hacer con mi miedo y cuando miré el cielo con mirada de infancia, lo vi. Desplegaba una danza perdiéndose en las miles de formas que dibujaban las nubes, para volver a aparecer oscuro y vigoroso.

Él sabía perfectamente que hacer, a pesar de no ser de mi especie y hundió su pico en mi entrepierna para envestirme rítmicamente hasta flotar en la untuosidad de mi sangre.

Pasaba el tiempo y los sangrados se repetían con regularidad pero esta vez llenaban mi cuerpo de silencio y de tristeza. A pesar de que mi esposo cumplía ampliamente con los deberes maritales, yo no concebía. Un jardín sin frutos, como decía la abuela.

Hasta que un día las sábanas hablaron por si solas exhibiendo simplemente su blancura.

Sí, nuestra unión había sido bendecida por una maternidad múltiple. Después de empollar varios huevos, nacieron pajaritos muy pequeños, plumones amarillos en nada parecidos a mi fornido esposo pero como resultaron muy bulliciosos, decidimos no conservarlos. Por suerte el padre se ocupó de todo sin requerirme para nada.

Unos meses más tarde tuve un niño con características humanas, pero pasado un tiempo nos dimos cuenta que de su boca no más salían trinos y terminamos por regalarlo a un circo que un día de tantos apareció por el bosque.

A mi pájaro lo enojaron mucho estos tropiezos, parecía rasgar los cielos cuando volaba. Así fue que iba amaneciendo un día, cuando me dijo: te devuelvo a tu casa. Es demasiado temprano, le contesté. Te devuelvo igual.

Monté entonces su lomo esponjoso que guardaba todavía el aroma de mi cuerpo y del que me exiliaría para siempre y partí.

A vuelo de pájaro, fugaz como una ráfaga fui depositada en el umbral de la que volvería a ser mi casa, yo y mi pequeña vida. Y él se hundió sólo, en el horizonte púrpura del comienzo del día.

El resto de mi vida fue del color de los pétalos secados en la estufa. Transcurrió tranquila. Esposos, separaciones, hijos. Pero cuando el silencio y el espejo me amargan el día, me llego hasta la ventana y balbuceo su nombre mirando los cielos.

El umbral

Por Mónica Arzani

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…era, el nuestro un simple y silencioso matrimonio de hermanos.

Julio Cortázar

Estoy frente al umbral de la casa. Con una mirada en los ojos, espero. Traigo la sed de la viajera, pero será inútil golpear a la puerta. Probablemente esté esperándome Irene, ovillando la lana, como siempre. Él no sé si estará. Necesito salvarme de esta quemazón que no cesa y sé que puedo hacerlo atravesando el umbral para usar el llamador. Pero no. Voy a fingir. Simular que no tengo nudos en la sangre, que este cuerpo mío no se pone insoportable como viento en el desierto. Sé que Irene me abriría la puerta, se sentaría comodamente en el sillón, me pediría que le sostuviera la madeja para convertirla en un ovillo y después de decirme lo encantada que está de verme, me hablaría de su hermano. También podría entrar forzando el portón de atrás y hacer de esta casa mi morada, convertirme en la intrusa, acostarme en la cama y pasar a ser sólo una plegaria, para que él no me vuelva la cara y no busque una posición cómoda para dormirse sin hablarme.

El cuaderno

 Por Mónica Arzani

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La tarde se escurre entre el sonido del oleaje y la playa desvastada por los vientos y los guijarros. Estoy sentada en el banco de la galería, haciéndome preguntas, como siempre. Tengo sed de vida y eso me lleva a interrogarme. Ayer la familia, desoyendo mis palabras, vació el cuarto de la abuela. En el baúl, entre vestidos carcomidos y fotos que ya no recuerdan nada, apareció un cuaderno de tapas de hule y hojas amarillas y musgosas. Es justamente ese cuaderno el que hoy descansa entre los pliegues de mi falda y del que estoy tocando la viscosidad de sus páginas. Un goce blando me embiste, a pesar de que los caracteres del cuaderno resultan ilegibles en medio de esta galería ganada por las sombras. No me resigno, nunca lo hago y bajo al sótano para buscar una linterna. Ya estoy alumbrando la privacidad del cuaderno y aboliendo distancias, abro sus celosías y puertas imaginarias. Camino su intimidad y no puedo creer lo que frente a mí se muestra, bajo la maraña de la primera escritura hay otra. ¿Palimpsesto? Como un río subterráneo corre la otra historia. Van cayendo los velos. Todo cobra vida. Todo se convulsiona como antes en esta noche calma. Los golpes en la puerta de entrada, las amenazas, los rezos de la abuela, los pasos marciales buscando a Adrián por toda la casa, los llantos de mamá, la palidez y fragilidad de Adrián, escribiendo hasta último momento, guardando el cuaderno, para dejar su testimonio. Después el adagio de sus gritos vibrando hasta el final, aunque parecía no haber final para el dolor de su carne lacerada. Corro por la playa gritando tu nombre, Adrián, gritando por vos, por mí, por todos.

Casa de tormentas

Por Mónica Arzani

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 Cuando compré la casa estaba deshabitada. La había visitado dos veces, una de ellas fui con mi familia, mi esposa y el niño, para ser más preciso, bueno sin contar a tía Elena, una viejita pequeña, con huecos en su memoria y que solo pasaría una temporada con nosotros.

Era la casa pensada desde siempre, ni quejosa ni temible, todo lo contrario desde el momento en que la vi, la supe como un abrazo blando. El día que nos mudamos aprecié su empeño por mostrarse sola, desvelada, en medio de un cosmos inasible.

La música de los jardines abandonados se nos fue acercando como un reclamo, de pronto el cielo cobró una voluptuosidad de espuma y llovió. Llovió como una noche, como una respiración, como una fiebre. Llovió.

Llovió ese día y el otro y el otro. El pueblo estaba alejado y no había casas vecinas por tanto tardamos un tiempo en considerar que solo llovía en nuestro predio.

Mary y yo no estábamos dispuestos a renunciar a la casa aunque sabíamos que no se trataba de un simple fenómeno meteorológico; a la luz de los hechos esto era una condena que en nada se parecía a la realidad.

Una noche el cielo se cubrió de desmesuradas nubes clandestinas. Nosotros desoíamos los truenos con altivez, pensábamos resistir mientras acariciábamos la vida que dormía en su cuna. Los dos compartíamos la sabiduría del silencio. Claro está que no fue por mucho tiempo, esta vez llovía en la sala. Escampó en unas horas, dejando charcos sobreabundantes y la muda presión de las gotas de agua que se deslizaban por las paredes y los muebles,  una niebla agrisada y feliz nos fue expropiando todos los espacios de la casa, no hubo rincón que  quedase seco.

¿Y si hiciéramos ver los techos, total que llueva afuera que nos importa?, dijo Mary.

El insomnio y la propia desazón habían infectado su razonamiento. Yo por mi parte le escribí a tía Elena, que llegó dos días más tarde a fin de contarle lo sucedido. Las dos mujeres pensaban que se trataba de algún desperfecto, aún no descubierto. Ante la insistencia de ambas, decidí contratar personal para que examinara hasta la última teja del techo. No encontraron avería alguna. Ya nada quedaba por hacer. La casa parecía reclamar el goce de su soledad y su abandono. Salimos cuando atardecía, sin tía Elena. Ella argumentó, con su voz de campana silenciosa, que había tantas lagunas en su cabeza que podría sortear sin dificultad el agua encharcada en el piso de la casa. El desangre del poniente nos dio miedo. Un simulacro de canto de pájaro nos acompañó hasta salir a la ruta.

Inesperadamente equivocada

Por Mónica Arzani

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No sé si fue a causa de la mañana desierta o del sol tan gentil que había salido para cegarme o si fue que llevaba tres noches de insomnio, pero lo cierto es que ocurrió lo inesperado, lo terrorífico. No fue el desborde de un río, tampoco una tormenta ni un hecho de sangre: es que me equivoqué de tren. Y me di cuenta lo equivocada que estaba cuando el inspector me pidió el boleto. Señora este tren se dirige a, y dijo un nombre que no comprendí. ¿A dónde?, le pregunté, y me repitió lo que tampoco pude entender. No insistí con la pregunta. Simplemente en un silencio, quebrado por los cuchillos de los pasajeros, los gritos de los vendedores y los ruidos del tren, me limité a mirar por la ventanilla con ojos de perplejidad. El paisaje se extendía enrarecido y lúgubre. Llovía; era un sucio atardecer, gastado y turbio. Creo haber cabeceado, hasta que la cara me quedó oculta en la falda de mi vestido; tenía la piel húmeda como la de una fugitiva cuyos días son tan breves que apenas deja una huella liviana  sobre el sendero. Cuando abrí los ojos aparecieron algunas estrellas, casi invisibles, y el canto pantanoso de esa realidad me fue envolviendo lentamente.

Desperté cuando el tren dejó su latido férreo en una estación cualquiera. El cartel indicador estaba borrado. Igualmente bajé. Enviaré un telegrama, si es que lo aprueban, pensé, y me senté en el escalón a esperar el tren de vuelta. Lo tomé sin esperanzas. Soy una mujer que desafía la imposibilidad y que siempre pierde la partida. Estoy desanimada. Una pasión sin fin me corroe: repetir, repetir, repetir…….

El Ángel

Por Mónica Arzani

Cuando desperté, el Ángel estaba sentado en mi almohada, lo toqué con mis dedos de insensata y lo miré como una sonámbula en ebullición. Él se acercó puso sus labios sobre uno de mi oídos y me preguntó si podíamos procrear. Yo vi su sexo muy boscoso y algo interesante y accedí.

Pasaron las horas, los días, los meses, los años y yo sin poder parir ningún vástago.

Una mañana estaba recolectando la cosecha y a pesar de mi flaca visión vi desplazando jirones de nubes a una cuadrilla de ángeles hermosos, transparentes agrupados en racimos trémulos. Era a mi Ángel al que veía con una hembra sobre su lomo, rodeado de infantes gozosos de volar.

El silencio se cerró sobre mí, como una serpentina roja.

Un día un gemido extraño se paseó por mi boca, era como si me doliera o me dolía, abandoné entonces el lecho, me ubiqué en cuclillas sobre la alfombra y di a luz. El pequeño había permanecido oculto en mi cuerpo durante todos esos años, sin embargo no le guardé rencor, fue una chispita de sol en mi vida. No había terminado de devorar la placenta cuando vi suspendido en la atmósfera a mi Ángel con su hembra, en un centelleo tal que no los vi acercarse. Cuando pude distinguirlos me miraron acentuando una postura solemne. Nosotros vamos a criarlo como Dios manda les escuché decir y se zambulleron en su mundo con mi niño en los brazos, tan soberbios como un bloque de mármol blanquísimo.

Paraje «Las tunas»

Por Mónica Arzani

La memoria es una gran embaucadora, pero no se puede prescindir de ella; la definiría entonces como un manchón de tinta ya seco, que no se puede lavar, pero sí en cambio bautizarlo de palabras con ese acto heroico que es el escribir. El recuerdo de la mujer está mojado por las sombras, no aparecen sus facciones por más que insista. Su presencia es toda ausencia. Tendré que atarla entonces a lo que puedo imaginar de ella.

La mujer  ya olvidada estaba oculta bajo una armadura, arropada en su deseo, en esa calma feroz y ardiente de la siesta en las sierras. Toda ella era falta de cordura, insensatez. Vestía un overol de lona color naranja con camisa de mangas largas ceñida en los puños y cuello alto cerrado con un botón apretando la garganta. Las botamangas de los pantalones le cubrían los zapatos y los ruedos absorbían cualquier fluido grasiento  de la estación de servicio y barrían  también los desperdicios. Su cabeza lucía rapada y su rostro exudaba agua y vapor en una dilapidación gozosa justificada por los cuarenta grados  de temperatura a la sombra.

En el almacén anexo a la estación, su perra  color ocre se arrojaría sobre cualquier alma que atravesara el umbral para herir la quietud de las dos de la tarde.

La estación estaba atendida sólo por mujeres. En el otro surtidor se podía ver una jovencita con un gorro en la cabeza y un vestido flojo de empeñosa desprolijidad, era hermana de la otra, evidentemente no eran mujeres de mirarse en los espejos  ni de cifrar sus esperanzas en flores.

También hubo otra hermana que ejercía el oficio más antiguo. Se fue en un colectivo prostibulario que regenteaba un polaco, simplemente un colectivo estacionado en un basural y con las ventanas y las puertas cubiertas por trapos de dudosa higiene. Las tres eran las hijas del Belga y de su mujer, si así puede llamársele porque desde la consumación carnal del matrimonio no volvió a dirigirle la palabra al hombre que ella nombraba como esposo y que un día desapareció sin dejar rastro.  Esas dos hijas y esa madre vivían en el paraje Las Tunas. Un camino pedregoso, oloroso y plagado de inmundicias (desovaban allí los camiones de basura), las llevaban desde el pueblo hasta el galpón que siempre habitaron.

Compartían el mismo lecho. Antes que el padre y la hija que ejercía el antiguo oficio partieran, la madre distribuía cuidadosamente los lugares en donde reposarían los cuerpos. Al belga no lo quería al lado de ella. Podían dormir junto al padre la hija que trabajaba en la estación de Servicio, a quién la madre no consideraba una mujer, la más pequeña que no tenía formas femeninas aún, y al lado de ella como para ser custodiada durante el sueño se acostaba  la puta, porque nunca se sabe, pensaba la madre de las tres, estas putitas provocan y el hombre es siempre un hombre y a tres cuerpos de distancia no les va resultar fácil trenzarse.

Un día, para sorpresa de todos , volvió el Belga y se acostó en la cama como siempre. Las tres mujeres  juntaron sus cuerpos para cederle un poco de lugar ( la putita ya había huido). Cuatro cuerpos y una cama, y una mujer que seguía enojada con él y a él que no le importaba, total nunca le había hablado.

Sólo fueron conjeturas acerca de cómo atravesó el amor la armadura de esa muchacha que sólo  aflojaba un poco para poder dormir o se despojaba de ella por partes para someterse a una higiene rápida y dudosa. El embarazo no fue detectado ni por los familiares ni por los clientes, más que nada por la imposibilidad de intuir bajo las ropas de faena, un cuerpo que  obrara de morada. Los dolores de parto comenzaron en la estación de servicio, hizo todo el camino caminando y parió sola en el galpón, como acostada no pudo, probó entonces agachada sobre el piso de tierra.

Su madre tuvo entonces un  motivo para dejar de hablarle también a ella. El Belga en cambio se sintió feliz de tener en sus brazos a un niño, la inservible de su mujer solo le paría hembras; también se sintió feliz de tener que hacer medio espacio más en la cama, porque cada baja en la cama significaba dormir más tranquilo, pero al belga no le importó por que siempre había soñado con ese momento.

Un día la mujer de la estación de servicio  notó al acostarse que en la cama faltaban  un cuerpo y medio, y presintió que no volvería a ver ni a su padre ni a su hijo.

La mujer buscó en vano por la terminal y la estación de trenes, nadie supo informarle sobre el destino de los desaparecidos. Entonces salió de sí  y dejó las sombras a las que estaba habituada, el trabajo, el galpón, la armadura. Se vistió entonces con el único vestido que dejó su hermana, la puta, y que le ceñía el cuerpo denunciando sus formas femeninas, y así, con la clausura deshecha, marchó por las calles desiertas como una guerrera de cabellos de heno y mirada azul, tan hermosa como el alba primigenia. Los madrugadores dicen que la vieron tomar un micro en la terminal. 

 

 

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