Figuras del Intervalo
EMANCIPACIÓN Y REDENCIÓN. Más allá del Estado
Por Martin Uranga
Introducción
Prosiguiendo con la perspectiva del más allá del Padre reseñada en “Lenguaje-Psicoanálisis-Ateísmo-Mesianismo”, quería ubicar su horizonte en torno a los tres elementos delineados por Rosenzweig en “La estrella de la redención”: Dios, el hombre y el mundo. La virtud del “nuevo pensamiento” radica en la ruptura con los sistemas totalizadores estrechamente ligados a la historia de la filosofía “de Jonia a Jena”. Así, Rosenzweig, animado por la ética judía que lo habita, emprende la tarea de cuestionar los afanes idealistas de unicidad, para promover la inscripción del desgarro estructural de la existencia, a través de una tripartición ineliminable que permite, desde las relaciones que instituyen entre sí los diferentes elementos, atravesar los fantasmas míticos, antiguos y modernos, que obturan el despliegue y la inscripción de la diferencia.
Entre Dios y el hombre tiene lugar la Revelación, entre el hombre y el mundo, la Redención, mientras que el vínculo entre Dios y el mundo está mediado por la Creación. La Revelación implica la consideración del lenguaje como agente traumático de la existencia. El orden simbólico produce el exilio de la naturaleza, a la vez que conmina éticamente al sujeto a sostener la diferencia irreductible que la alteridad discursiva revela a través de un prójimo del cual no es posible desentenderse. La Redención supone la puesta en acto de una dinámica existencial realizada en el mundo que promueve la reparación a través de la travesía ética de los goces innominados que resisten la diferencia. Se desarrolla entre los hombres en el mundo. Así, la Creación, es el acto en el que Dios instituye el mundo en tanto escenario de despliegue de la historia humana.
La relación de Dios con el hombre, mediada por la Revelación, supone la entificación de un lugar Otro irreductible que causa, a través de la ética que le es inherente, la propiciación del lazo social. La misma naturaleza de este vínculo, caracterizada por el hecho de que Dios es la afirmación de una ausencia trascendente que supone su propio más allá, hace que la relación entre los hombres en el escenario del mundo, Redención, se encuentre afectada por el proceso de secularización que le es característico. El desarraigo de la comunidad con un Dios que padece del pathos de una diferencia irreductible que resiste la simbiosis totalizante, conduce a los hombres a emprender la Redención a la cual están convocados éticamente, a través de una dinámica secular que encuentra en la política la herramienta cultural que posibilita la emancipación de la naturaleza siendo el Estado su precipitado histórico. Mientras tanto, la Creación, espera su renovación a través de la acción redentora del hombre en el mundo, buscando atravesar la consideración plástica propia del paganismo que sacraliza a la naturaleza abortando su dinámica constitutiva.
El proceso de secularización alcanza su punto álgido en la Modernidad. De esta manera, con la inauguración de la ciencia moderna, se torna posible el abordaje de una nueva dimensión de lo humano: el sujeto del inconciente. En tanto y en cuanto Dios no es sino en falta, presencia de ausencia, señal de su propio más allá, no instituye una alteridad unívoca sin resto. Así como en su apertura al hombre signada por la Revelación cobra primacía la conformación social, al mismo tiempo, el lazo comunitario que inaugura a través del ligamen libidinal amoroso, implica una fragmentación residual atestiguada por el trauma sexual develado a través del proceso de secularización señalado. Dios, en tanto nominación cultural que da cuenta de la heteronomía radical del orden simbólico, se constituye como alteridad irreductible de la comunidad organizada en torno a su Nombre. Por otro lado, para el hombre moderno, singularizado respecto a su dimensión comunitaria, propia del registro de la religiosidad, es posible ubicar su alteridad en la dimensión del inconciente. Si el hombre en tanto parte constitutiva de la colectividad entra en relación con Dios a través de la religión siendo el amor el lazo constitutivo, en su dimensión singular y fragmentaria, delineada por el trauma sexual, encuentra su morada en la alteridad inconciente articulada por el deseo.
Ahora bien: Dios, nominación de la estructura del lenguaje, convoca a su propio más allá como consecuencia de la falta que le es inherente. Invita al atravesamiento de los fantasmas que le son constitutivos en tanto velos de su propia castración. Si en el vínculo religioso el más allá está caracterizado por el mesianismo judeo-cristiano (ver mi “Lenguaje-Psicoanálisis-Ateísmo-Mesianismo”) y en la relación con el inconciente toma la forma del más allá del Padre, entiendo que en la vinculación con el Estado, en tanto alteridad histórica cuya ley positiva evoca de manera desfigurada la legalidad simbólica, la trascendencia en cuestión está delineada por la tensión hacia la emancipación de la política. A este último aspecto me dedicaré en lo sucesivo, a través del estudio crítico de las corrientes emancipatorias que han surgido como emergentes necesarios del alto gradiente de secularización que tuvo lugar en la Modernidad. Su principal exponente: Karl Marx.
Casa de tormentas
Por Mónica Arzani
Cuando compré la casa estaba deshabitada. La había visitado dos veces, una de ellas fui con mi familia, mi esposa y el niño, para ser más preciso, bueno sin contar a tía Elena, una viejita pequeña, con huecos en su memoria y que solo pasaría una temporada con nosotros.
Era la casa pensada desde siempre, ni quejosa ni temible, todo lo contrario desde el momento en que la vi, la supe como un abrazo blando. El día que nos mudamos aprecié su empeño por mostrarse sola, desvelada, en medio de un cosmos inasible.
La música de los jardines abandonados se nos fue acercando como un reclamo, de pronto el cielo cobró una voluptuosidad de espuma y llovió. Llovió como una noche, como una respiración, como una fiebre. Llovió.
Llovió ese día y el otro y el otro. El pueblo estaba alejado y no había casas vecinas por tanto tardamos un tiempo en considerar que solo llovía en nuestro predio.
Mary y yo no estábamos dispuestos a renunciar a la casa aunque sabíamos que no se trataba de un simple fenómeno meteorológico; a la luz de los hechos esto era una condena que en nada se parecía a la realidad.
Una noche el cielo se cubrió de desmesuradas nubes clandestinas. Nosotros desoíamos los truenos con altivez, pensábamos resistir mientras acariciábamos la vida que dormía en su cuna. Los dos compartíamos la sabiduría del silencio. Claro está que no fue por mucho tiempo, esta vez llovía en la sala. Escampó en unas horas, dejando charcos sobreabundantes y la muda presión de las gotas de agua que se deslizaban por las paredes y los muebles, una niebla agrisada y feliz nos fue expropiando todos los espacios de la casa, no hubo rincón que quedase seco.
¿Y si hiciéramos ver los techos, total que llueva afuera que nos importa?, dijo Mary.
El insomnio y la propia desazón habían infectado su razonamiento. Yo por mi parte le escribí a tía Elena, que llegó dos días más tarde a fin de contarle lo sucedido. Las dos mujeres pensaban que se trataba de algún desperfecto, aún no descubierto. Ante la insistencia de ambas, decidí contratar personal para que examinara hasta la última teja del techo. No encontraron avería alguna. Ya nada quedaba por hacer. La casa parecía reclamar el goce de su soledad y su abandono. Salimos cuando atardecía, sin tía Elena. Ella argumentó, con su voz de campana silenciosa, que había tantas lagunas en su cabeza que podría sortear sin dificultad el agua encharcada en el piso de la casa. El desangre del poniente nos dio miedo. Un simulacro de canto de pájaro nos acompañó hasta salir a la ruta.
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