Por Mónica Arzani
No sé si fue a causa de la mañana desierta o del sol tan gentil que había salido para cegarme o si fue que llevaba tres noches de insomnio, pero lo cierto es que ocurrió lo inesperado, lo terrorífico. No fue el desborde de un río, tampoco una tormenta ni un hecho de sangre: es que me equivoqué de tren. Y me di cuenta lo equivocada que estaba cuando el inspector me pidió el boleto. Señora este tren se dirige a, y dijo un nombre que no comprendí. ¿A dónde?, le pregunté, y me repitió lo que tampoco pude entender. No insistí con la pregunta. Simplemente en un silencio, quebrado por los cuchillos de los pasajeros, los gritos de los vendedores y los ruidos del tren, me limité a mirar por la ventanilla con ojos de perplejidad. El paisaje se extendía enrarecido y lúgubre. Llovía; era un sucio atardecer, gastado y turbio. Creo haber cabeceado, hasta que la cara me quedó oculta en la falda de mi vestido; tenía la piel húmeda como la de una fugitiva cuyos días son tan breves que apenas deja una huella liviana sobre el sendero. Cuando abrí los ojos aparecieron algunas estrellas, casi invisibles, y el canto pantanoso de esa realidad me fue envolviendo lentamente.
Desperté cuando el tren dejó su latido férreo en una estación cualquiera. El cartel indicador estaba borrado. Igualmente bajé. Enviaré un telegrama, si es que lo aprueban, pensé, y me senté en el escalón a esperar el tren de vuelta. Lo tomé sin esperanzas. Soy una mujer que desafía la imposibilidad y que siempre pierde la partida. Estoy desanimada. Una pasión sin fin me corroe: repetir, repetir, repetir…….
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