Por José Enrique Ema
La vinculación entre saber (como desvelamiento o toma de conciencia) y la política emancipadora ha partido de una doble premisa. La primera: la gente se encuentra dominada porque no conoce las condiciones y las causas de su explotación. La segunda: podrían liberarse de la dominación si conocieran el modo de funcionamiento de esta. Estas ideas han sido rebatidas desde muy diferentes perspectivas. Los estudios clásicos sobre actitudes en las ciencias sociales muestran, por ejemplo, cómo el mero conocimiento por sí mismo no es necesariamente movilizador de la acción (sabemos perfectamente que fumar perjudica a la salud pero seguimos haciéndolo). También observamos cómo el funcionamiento de la ideología hoy en día no tiene tanto la forma del engaño o la falsa conciencia, “no lo saben, pero lo hacen”, sino más bien la de la (des)creencia cínica, “sé que es así ” (que determinada norma es injusta y merece desobedecerse, por ejemplo) “pero no lo hago” (Žižek, 1992). Es decir, conocemos racionalmente las causas de la dominación pero actuamos en la práctica como si no las conociéramos.
No es tanto el abandono de la ignorancia mediante el saber lo que nos moviliza políticamente, sino más bien un modo de sentirse involucrado en la realidad, una cierta posición subjetiva no estrictamente racional. Por eso tenemos que desplazar el centro de atención. No se trata tanto de tomar conciencia mediante la adquisición de un saber, sino más bien del gesto de subjetivación por el que ponemos a nuestro alcance la posibilidad de hacernos cargo de nuestra existencia ya comprometida, puesta en juego, en un mundo común. Esta existencia no es enteramente propia, no tiene dueño. Ni nuestra razón, ni nuestra voluntad, ni tampoco un orden social que la pueda capturar completamente. Por eso la subjetivación implica a la vez desubjetivación, un cierto descoloque cuando intentamos coger el timón. Esto ocurre a veces con la forma de una paradoja: hacemos política en nombre de algo que queremos dejar de ser (o serlo de otra manera). Nos movilizamos para perseverar, construir o defender nuestro modo de ser a la vez que nos desidentificamos y decimos “no soy eso” (una mujer que se tenga que quedar en su casa todo el tiempo trabajando para su marido o un empleado que tenga que plegarse siempre a la voluntad del empleador para mantener su empleo a toda costa, por ejemplo). Y es que la subjetivación política nos confronta con lo imposible de resolver de la vida en común, aquello para lo que no hay programa, cálculo o manual de instrucciones que aplicar, sino más bien decisiones singulares y situadas que inventar. Y es necesario no desatender a lo imposible para no incurrir en ningún idealismo totalizante, no solo el que nos acercaría al totalitarismo, sino también el del voluntarismo ingenuo que puede acompañar las mejores intenciones.
Inventar alguna manera de hacer con lo imposible no puede ser el resultado de aplicar un saber, al contrario, es la consecuencia de su fallo. Este balbuceo del saber, el tartamudeo con el que afirmamos algo cuando no sabemos, lo podemos denominar como pensamiento. El pensamiento, en fuga o sustracción del saber, se levanta en una situación singular a partir del fracaso de este para dar sentido o enfrentar esa situación. Y ahí donde el saber tropieza el pensamiento puede comenzar. Se trata de poder hacer algo con lo imposible de gobernar por el saber. Por eso para que haya pensamiento, y para que haya política, hay que atreverse a atravesar la experiencia de la inconsistencia del saber… y a sostener su tartamudeo.
Esto es lo que se bloquea cuando se considera que solo cabe un modo, tecnocientífico, de (no)pensar, de simplemente aplicar soluciones ya establecidas de antemano de acuerdo a los saberes y creencias dominantes. Pero la política se clausura igualmente cuando desde las prácticas que aspiran a la transformación del orden establecido se anhela una toma de conciencia por desvelamiento o una aplicación “científica” de un saber ya dado. Desde luego, no hay política sin saber. Pero si damos un lugar al pensamiento, el saber que ocurre en la política no se aplica sobre la situación sino que se produce, se implica, en ella como novedad situada (aunque se componga también con los retazos de lo que ya estaba antes).
Por eso merece la pena apostar por el pensamiento para hacernos cargo de la impotencia del saber. Así podemos sostener una causa, una condición, para la mejor política: precisamente alentar y mantener abierta la propia posibilidad del pensamiento… y de la política. Una causa que está al alcance de cualquiera y que nos permite situar a la política justo en el lugar en el que lo singular y lo común pueden desencontrase de otro modo que no sea el de la clausura y la totalización que excluye a la política.
– Žižek, S. (1992) El sublime objeto de la ideología. México: Siglo XXI.
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