Zapato roto

Por Andrea Amendola

Vincent van Gogh-Un par de zapatos

Vincent van Gogh-Un par de zapatos

-Yo me voy con vos papá. -Levanto la cabeza y lo miro a los ojos, algún día creceré y seguro vaya a pasarlo. Con ocho años soy bastante alto, no me falta mucho para ser como él. Me gusta parecerme a él. Pero él no me mira, tiene el ceño fruncido, prende un cigarrillo, se lo mete entre los labios y lo aspira como quien huele por última vez un jazmín, un poco marchito, un poco caído de su tallo. Fuma, cada vez más. Revisa los billetes que tiene en su billetera. En mi casa todos fuman, menos yo porque soy chico. A veces me duele el pecho, pero creo que si respiro con la boca abierta, para que el humo no me entre por la nariz, los pulmones quedan más protejidos.

¿Conmigo? Pero… la idea era que te quedes con tu madre Augusto, donde me voy con Mari y las nenas de ella no hay mucho lugar.

-¡No papá! No me quiero quedar con mamá, me quiero ir con vos. Lo abracé por la cintura, él no me abrazó, pero se quedó quieto, seguro lo sorprendí.

-Listo, venite pero vamos viendo.

Me sentía tan feliz de que me quiera llevar con él… a veces, no se por qué siento que le molesto. Cuando almorzamos juntos, los dos solos, porque mamá está trabajando en el geriátrico, no me habla. Mira la televisión, el noticiero, siempre. Acomoda los cubiertos, bien derechos y pegaditos a los costados del plato. Me encanta cuando cocina pollo frito con ajo. A mí no me cae bien, el ajo. Pasa el pan por el plato, para que el aceite frito se meta adentro de la miga, junta el dedo pulgar derecho con el índice de la misma mano, aprieta el gajito de ajo, lo deja plano como mi almohada, que de tan gastada parece la etiqueta de mi cuaderno de tercero. Lo envuelve con la miga, y lo tira al fondo de su garganta, no lo veo masticar. Un vaso de vino y… ¡al centro! ¡Glup!

Allá en José C. Paz no era tan lindo como por mi barrio, Hurlingam, pero lo lindo era que estábamos todos juntos, las nenas, Diana y Lucía, mi papá y Mari, su nueva mujer. Mari iba todas las tardes a visitar a su mamá al geriátrico de mi tía, en donde trabajaba mi vieja. Pero ahora que mi papá la dejó no se qué pasará con doña Tita, tal vez se quede ahí o tal vez le busquen otro lugar, como a mí. Mi papá me buscó otro lugar.

Mi papá usa unos zapatos muy viejos, tanto como el colchón de mi nueva cama. Puedo sentir, como cada tirante de madera sostiene cada hueso de mi espalda. A veces, imagino que estoy recostado encima de las teclas de un piano gigante, tarareo las canciones que me gustan, pienso que es divertido dormir así, con ese colchón invisible. Mi padre tiene muchos gastos ahora que somos cinco.

Cuando comemos, me sirven último y, a veces, Mari no calcula bien la cantidad de sopa y me toca medio plato, o sólo un té con pan.

-¿Augusto, estás bien?

-Sí papá, es que no se por qué tengo tanto sueño, me siento flojo, no puedo hacer las tareas de la escuela. El pantalón que me traje de casa me queda grande, se me cae.

-Vení, vamos a acostarte, estás muy flaco.

-No trajiste mis remedios para el asma papá.

-Quedate tranquilo, acá se te va a pasar todo. Vos no tenés nada. Es tu madre la que te mete esas ideas estúpidas de maricón.

-Pero papá, el doctor Puig dijo que tengo grado severo de asma y…

-Ese tipo no sabe nada, vos haceme caso a mí.

Mi padre sabía mucho de todo, por eso yo lo seguía, porque levanto la cabeza y lo miro a los ojos, me gusta parecerme a él, saber mucho de todo. Sus zapatos viejos son número cuarenta, mañana cumplo nueve años y ya calzo treinta y nueve, dentro de poco vamos a calzar igual. Dentro de poco. Uno de sus zapatos, el izquierdo, tiene un agujero justo arriba del dedo gordo. La media puede verse sin problemas. La ropa me sigue quedando grande, cada vez más. Algo me pasa, no me siento el mismo de siempre. Debe ser que estoy creciendo. Últimamente tengo dolores de panza y mucha tos. Extraño el paf que el doctor Puig me daba, podía sentir cómo cada uno de mis pulmones se estiraban, dejando que el aire me refresque desde el pecho hasta el alma.

-Augusto ¿y estos zapatos?-Pregunta mi padre, mientras revisa la mochila que me traje de casa.

-Ah, sí, son los zapatos que me regaló la tía Elvira, me dijo que seguro dentro de poco podría usarlos, son cuarenta, como usás vos papá.

-Pero… ¡estos zapatos son de viejo, hijo! Mirá, vamos a hacer una cosa, yo te voy a dar los que tengo puestos, así vas practicando ¿sí? Y yo me voy a quedar con éstos, así cuando ya estés acostumbrado, te compro unos más de pibe.

-Buenísimo! ¡Gracias viejo! Estos zapatos, son “sus” zapatos. Y ese zapato roto ahora iría conmigo. A veces siento que le molesto a mi padre, pero espero que después de este trato de hombres, esté por fin orgulloso de mí. Levanto la cabeza y lo miro a los ojos, algún día creceré y seguro vaya a pasarlo. Con nueve años soy bastante alto, no me falta mucho para ser como él. Me gusta parecerme a él. Pero él no me mira, tiene el ceño fruncido, prende un cigarrillo, se lo mete entre los labios y lo aspira como quien huele por última vez un jazmín, un poco marchito, un poco caído de su tallo. Fuma, cada vez más. Revisa los billetes que tiene en su billetera. En mi casa todos fumaban, menos yo porque soy chico. A veces me duele el pecho, pero creo que si respiro con la boca abierta, para que el humo no me entre por la nariz, los pulmones quedan más protejidos.

Ha pasado el tiempo, soy de cuarenta y lo pasé de alto. No soy como él. Salvo por el pelo enrulado y la nuez prominente que asoma desde mi cuello. Hace tiempo no lo veo, no me gustaba que no me mirase. Creo que como padre ha estado bastante caído, como el tallo de un jazmín marchito. Recuerdo el zapato roto. Me descubro con el seño fruncido, sabiendo mucho más que él, sabiendo que fue en ese querido zapato roto, en donde clavé mi ancla y toda mi necesidad de hacerme de un padre. Me aferré al agujero de no tenerlo más que roto, como el zapato.

Hoy, como algunas tantas veces, me duele el pecho, pero creo que si respiro con la boca abierta, tal vez, me pueda doler menos.

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