Por Diego Sztulwark
no aguanto más la banalidad disfrazada de cultura pretenciosa o el engaño de una militancia política autocomplaciente. Me siento cerca, en cambio, de las vidas que no quieren aparentar
Esta vez no tenemos nada: ni horizontes, ni sujetos políticos…, somos libres
Sólo cabe atravesar el nihilismo, luchar existencialmente contra la entera despolitización de la vida, la filosofía, las militancias. La consumación de la metafísica ha dejado fuera de juego a las antiguas sabidurías del alma. La realidad se ha vuelto Una con el capital. Y hasta el lenguaje ha sido capturado por la máquina que moviliza lo social. Los Hijos de la noche son quienes han aprendido a hacer del malestar la coartada última para no entregarse.
Santiago Lopez Petit habita una zona sombría y anónima, entre la vida y la muerte. Busca en la poesía esas “ideas que tengo y que todavía no sé”. Se trata para él de no ceder en su querer-vivir. Una contracción entre el infinito y la nada capaz de extraer un vector radical para afrontar la ambivalencia dolorosa de lo real. Unilateralizarse, desparadojizar lo real, abrir grietas en las más duras de las rocas. Se combate donde los posibles se agotan, en la imposibilidad. Donde se ha alcanzado una suprema soledad. Donde ha sido necesario poner el cuerpo para evitar que la grieta abierta se nos vuelva a cerrar, allí donde la conciencia querría retomar su síntesis de miedo y consumo. Se lucha contra una vida cuyo ideal sin ideal es la libertad proclamada como yo-marca, y su realización es la maquinaria salud/activismo/autopromoción/estabilidad. La consumación de la metafísica es la realización del nihilismo.
En una palabra, el querer vivir lucha contra la vida. Y en esa confrontación descubre su impotencia más propia: la enfermedad. No tendrá más opción por tanto que entrar en ella para extraer una potencia de la nada. ¿Cómo es posible dar este de paso que nos llevaría de la fatiga a la creación de una potencia cuando la propia realidad ya no existe, porque fue subsumida en el desboque actual del capital? Se trata de transitar del padecimiento patológico a la “fuerza de dolor” que nos descubre como anomalía, asumir que no cabemos en este mundo.
Este pasaje nos substrae de la verdad como realidad que en la era de la movilización global por lo obvio se disfraza de complejidad. Y nos aproxima a la verdad entendida como desplazamiento. No se tiene ideas-fuerza sin implicarse en la violencia de esta verdad por desplazamiento. Las ideas verdaderas surgen de un pensamiento combativo, que evita una y otra vez la aceptación del neoliberalismo victorioso (idea “verdadera” en la medida en que representa correctamente al mundo, pero incapaz de verdades) que todo lo somete a la arbitrariedad violenta del dinero.
El punto de partida es la noche. Pero la noche no es la muerte, ni el aumento gratuito del sufrimiento. Menos que menos el suicidio. La enfermedad nos ata a la vida. Y de allí extrae los rudimentos para atacarla. Porque todo “proyecto de vida” hace de nosotros unidades de la movilización, participación sumisa en el mundo como conectividad, realización del poder bio-semio-teo-capitalista. En la noche del malestar no hay vidas, no hay muerte. Hay sombras ardidas. Los hijos de la noche aprenden el arte de la subversión resistiendo la noche del malestar: sólo desde allí procede la radicalidad política/filosófica.
Porque la enfermedad no es ni un ente conceptual ni un estado de convalecencia, sino una vivencia de aislamiento sensible. La enfermedad es como un cristal que nos separa de la vida. No es mero “empobrecimiento” de la vida (como dice Benjamin) sino un verdadero impasse de toda experimentación. Sólo se puede dar con la anomalía si se aprende a compartir el malestar politizándolo. Rechazando de una vez esa vida que es simulación, pseudo-conatus sometido a la movilización de la que habla la ciencia del marketing. La enfermedad del querer-vivir debe ser comprendida como recurso contra la vida. Para alcanzar ese odio, habrá que desobedecer la interdicción de nuestra “cultura de la vida” sin caer en ninguna ideología –heideggeriana- de la muerte.
Captar, entonces, la enfermedad como lo más real, el secreto de toda vida. Ni el propio Nietzsche llega a tanto. Se trata de recusar todo distanciamiento respecto de nuestro malestar. Depurar nuestro lenguaje de esa distancia. Expulsarla incluso de nuestros más íntimos anhelos. Ya no se reflexionará en torno a un “querer” cuyo punto de partida estaría contenido en sí mismo -razón o voluntad. Se adoptará radicalmente la premisa del malestar. Y habrá que persistir en este malestar contra la mentira y la neutralidad que lo acosa.
Se rompe así ostensiblemente con el proyecto de la filosofía que inocula abstracción a la enfermedad y se refiere sólo conceptualmente al sufrimiento. No sirve ni siquiera la “admirable” tentativa deleuziana –nietzscheana- que hace de la enfermedad una fuente de visiones y alegrías.
Se rompe también con el heroísmo del pensamiento trágico romántico. La politización de la existencia ya no se corresponde con héroe alguno. Si alguien tiene derecho a proclamarla ese es el “hombre anónimo”, ese hombre, esa mujer normal –es decir, tomada por la movilización, y harta de ella-, atravesada por la fatiga. Con esta afirmación Santiago López Petit huye del pensamiento trágico romántico en el que había permanecido, aferrado al dolor, tras la derrota de los años setentas. Lo trágico-romántico y su noche mística, con su “hermoso fracaso” no es capaz de asumir la fuerza de dolor. Fallidos, los trágico-románticos carecen de auténtica desesperación. Padecientes por la pérdida de un origen no alcanzan lo anómalo y acaban en pura interioridad “frente a una realidad que ha desaparecido”. No han “luchado nunca verdaderamente”.
Nos queda Foucault. Él ha politizado la enfermedad (la locura) develando los mecanismos normalizantes-patologizantes. Sin embargo y a pesar de sus propias evoluciones internas, su concepción de la enfermedad-locura sigue siendo romántica. Ora concebida como un afuera inefable que debe alcanzar a decir su verdad, ora sucumbe ante la única verdad del poder médico. La politización de la existencia debe pensar la enfermedad sin restos de romanticismo. Es preciso ir más allá de esta posición según la cual la verdad de la norma se halla en la excepción (lo patológico). Pasar de la politización foucaultiana a una politización de la enfermedad como anomalía de viviente normal, roído en su núcleo íntimo por un dolor que ya hace síntomas para el saber-poder médico.
La enfermedad se ha vuelto lo anormal del mundo (ocurre normalmente a las personas normales). Enfermedades autoinmunes. Fatiga. Su potencial anómalo pertenece a todos, sin ser para cualquiera. Se abre sólo a quien arriesga para abrir una brecha en el par vida-muerte, activo-pasivo. Sólo allí se vuelve desafío si se parte de su aspecto disidente: “salir de la realidad” tiende a “un afuera que no existe”, busca “aliarse con la potencia de la nada”.
La experiencia de la anomalía pertenece en la vida de Santiago al postfranquismo. Cuando la alianza del reformismo obrero y del capital pactaron el régimen que parece agonizar en España. La anomalía es ese sitio desde el cual sólo cabe proceder sin piedad a la destrucción de todo posible prefigurado, porque se sabe que la historia pudo/puede ser otra. La anomalía como fuente de un saber no cuaja con el realismo de las reformas. Su percepción del tiempo es diferente, opera a partir de descargas de presentimientos.
Esta radicalización del pensamiento, que pone a prueba todo lo entendido por la filosofía y la vida, precisa de una poética a la altura de la guerra desarrollada en el lenguaje contra la máquina de semiotización generalizada que impone una metafísica del signo y su dualismo.
La anomalía subvierte la metafísica consumada, que hace de la realidad una mismidad con el capital. Ni la política, ni el heroísmo ni la salvación mística –budista/cristiana- conllevan desafío alguno. Los hijos de la noche son aquellos que pasan de la noche del malestar a la noche de la resistencia. La verdadera tradición de Santiago son los poetas enloquecidos que politizaron su existencia.
Kleist. O Lautréamont. Pero no me quejaré. Recibí la vida como una herida y no he permitido que el suicidio curara la cicatriz. Quiero que el Creador contemple, a cualquier hora de su eternidad, su abierta grieta. Este es el castigo que le inflijo.
O Celan: Mantenerse de pie en la sombra/de la cicatriz en el aire/Mantenerse de pie para nadie y por nada. Desconocido, para ti, solo/con todo lo que en esto posee espacio,/incluso sin palabras
O Artaud: Resistir mediante su propio cuerpo tal como es, sin jamás pretender conocerlo más allá de su voluntad de resistencia cotidiana… es todo lo que el hombre puede y debe hacer, sin jamás permitirse preguntar por la trascendencia de su respiracion (sauffle) o del espíritu, porque no hay trascendencias.
Sonreír y vomitar.
No una nueva política, ni una anti-política. Sino crítica de la política. No una conquista de la opinión pública (porque no existe, porque es una construcción de los poderes, porque es espectáculo), sino una interioridad común. No aceptar el “poder terapéutico”, que sólo nos salva a quien se declara víctima. No sumarse a “lo democrático” en la medida en que sea una máscara del estado guerra y el fascismo postmoderno. No aceptar la autenticidad “del llegar a ser” quien verdaderamente “soy”, porque en esa “autoayuda” se pierde el poder de la anomalía. Y sobre todo, evitar dos peligros fatales para todo hijo de la noche: que la enfermedad le de la espalda al volverse desafío; creerse chivo expiatorio y, por lo tanto, único e investido de una misión, perdiendo su singularidad.
Cuesta abrazar las olas del querer vivir.
Hijos de la noche hace de la filosofía una fuerza para la lucha. Con y contra Nietzsche, el “mejor enemigo”, que “supo penetrar como pocos en el interior del sufrimiento” y realizar “la travesía del nihilismo”; pero al mismo tiempo ahogó esa travesía en un “oasis estético”: nos impuso “reír” frente a la vida. Nos mandó a “llegar a ser lo que somos”. Nietzsche es culpable de no haber sabido “protegerse contra el uso fascista de su obra”.
Nos queda Marx, sí. Un Marx vía Artaud: la politización de la existencia parte de un sentimiento de agobio que parece neutralizarse sin provocar efectos públicos mientras que el sufrimiento persiste. Este sentimiento es el heredero del potencial radical crítico del proletariado y está llamado a experimentar su fuerza. Desde el dolor. Y como base de operaciones, ésta sí real y temible, de ataque contra la realidad. Porque en su fuerza de desplazamiento se es capaz de más verdad que la que ostenta la propia realidad, toda esa obviedad de la movilización global. Esa fuerza de dolor, potencia de nada, es la anomalía.
Marx con Artaud: “más rabia y más estrategia”. La noche de la resistencia que se politiza.
Artaud, para suprimir el aristocratismo de Niestzsche (incapaz de escribir “y todos los hombres son como yo”). Artaud, hijo prototípico de la noche. “Conatus materialista”, arraigado en el sufrimiento somático. Artaud, para romper mejor los marcos tradicionales de lo filosófico y lo político respecto de aprehensión de la enfermedad: para aproximarse a lo impronunciable.
Vacilo al escribir “hijos de la noche”. Cómo hablar de eso sin vivir ni escribir como López Petit. Si pueden amarse sus textos -y en particular este último- es en virtud de la comprensión que podamos hacer de las tres figuras de la travesía del nihilismo: el “árbol viejo” que es como la potencia taoísta del “no hacer” (wu wei); “la marioneta” (japonesa), que es como la potencia del ritmo; y “el partisano”, que es la potencia partidista de la convicción, contra el absoluto. Que da combate en coordinación con las otras luchas, aunque “va por la libre” y lleva en él la muerte. Es la figura completa de la politización de la existencia.
Puta Vida Hermosa. Conocí Famara, esa playa solitaria y repleta de cenizas volcánicas de Santiago. Pronto llegará la noche y como él, seguramente, volveré a leer a Marx puesto que, como él asegura, la guerra continúa.
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