EL TALLER TEATRAL DE SAN QUINTÍN

Rick Cluchey

Rick Cluchey

Fundador del Taller Teatral de San Quintín. Estuvo preso por muchos años en San Quintín antes de ser liberado bajo palabra y recibir un indulto. Trabajó con Samuel Beckett como asistente en Berlín y luego representó los roles de Krapp en La última Cinta de Krapp , Hamm en Final de Partida y Pozzo en Esperando a Godot , todas dirigidas en Berlín y Londres por Beckett.

Esta es una versión revisada de su ensayo Samuel Beckett: Krapp’ Last Tape reproducido con la gentil autorización de los editores de Rick Cluchey.  

Comencé a actuar en las obras de Beckett en 1961, mientras cumplía cadena perpetua en San Quintín, en California. Aunque muchos de mis compañeros convictos tenían un interés similar, ya en 1958 nos habían pedido ser pacientes y esperar hasta que el Director de la Cárcel decidiera darnos la autorización especial para un taller experimental en el que esas obras podrían realizarse. Entonces, en 1961, con el advenimiento de nuestro teatrito propio, comenzamos a montar una trilogía de Beckett que eran los primeros trabajos que resultaban del pequeño taller.

Este primer intento fue Esperando a Godot, luego Fin de Partida y finalmente La última cinta de Krapp. En total ofrecimos no menos de siete puestas del ciclo de obras de Beckett, durante un periodo de tres años.

Todas esas obras eran ejecutadas por presidiarios para un público de presidiarios. Y así, cada fin de semana, en nuestro pequeño teatro de San Quintín, estábamos ahí sólo para prisioneros americanos, y con razón, porque si como Beckett ha declarado, sus obras son sistemas cerrados, entonces son también prisiones. Personalmente puedo decir que San Quintín es un sistema muy bien cerrado.

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Goteo

Por Mónica Arzani

goteo

Nadie quería alcanzarme hasta el embarcadero de la quinta isla. Solución, terminé pagándole el doble a un pescador que desestimó los riesgos. Le indico por donde tiene que ir, me dijo, y me voy sin pisar tierra, aléjese rápido del agua, de noche la marea crece rápidamente, la familia que va a visitar perdió un hijo en la creciente de este año.

Desde la lancha divisé el camino, cubierto de malezas en algunos tramos. Sin intimidarme seguí sus movimientos de serpiente y juntos subimos la cuesta. El ocaso despojaba de color a la casa de la colina y los restos del día se fundían con los de ella, la misma que en el pasado había desplegado su soberbia sobre el bosque de álamos y que hoy se iba apagando como la tarde. Pensé que nunca más tendría recuerdo de otras tardes, como si esa hubiera quedado presa en mi memoria tapando las otras. Transcurría el otoño. Fui a buscar a Isolina, mi hermana me había escrito para pedirme que la acompañara al noviciado. Empujé la puerta de reja que estaba abierta. En el patio delantero un solcito tibio defendía su espacio entre mojones de sombra. Algunas flores comenzaban a cerrarse, la casa también, como si mi presencia le fuera ingrata. Era la casa de mi infancia, poblada de corredores muy largos, testigos mudos de cosas inconfesables. Miré el fondo, se había convertido en un matorral salvaje. La oscuridad se iba instalando, sin embargo pude distinguir en el patio de la pérgola una canilla que goteaba. El agua al caer creaba murmuraciones muy particulares. Entré al zaguán, mi sobrina oraba con tal consagración que sólo podía ser producto del destino. Soy sacerdote, conozco la devoción. Isolina no me escuchó entrar. Desde la sala llegaban balbuceos indescifrables, decían palabras que no terminaban de salir. Seguramente mi hermana había llevado la bandeja con la cena, había que comer temprano, deberíamos partir antes del alba, el convento quedaba muy lejos. El día caía como las gotas de la canilla del patio. Todo era silencio, todo se metía en la oscuridad. Observé a Isolina, su cabeza de niña era también su cabeza de anciana, coronada por la túnica blanca que ya no se sacaría. Las voces de la habitación contigua comenzaron a deslizarse de otra manera más comprensible y pude distinguir claramente la de mi hermana y la de mi cuñado. El toc, toc de la gota al caer acompañó el diálogo todo el tiempo y un clima de irrealidad envolvió la escena. Después recordé que había escuchado ese caer susurrante desde niño, porque era tan antiguo como la casa.

Las palabras comenzaron a llegarme a través de la pared que comunicaba el corredor con la sala, podía oírlas entre respiraciones entrecortadas: mejor ni lo pienses/ sí en estos casos…/.hay que recordar que la mujer que es ahora guarda la niña que fue/ parece agradable, si así se lo piensa/no, no podrá soportarlo, parece abrumada por la tristeza/es otra cosa lo que quema y quema/ mejor no pensar, fallarán las blasfemias y también los abrazos/ si se quedara allí dentro de ella podríamos…intentarlo/ ella está enferma de imaginación /cualquier pregunta parecería innecesaria/ ¿no? /se resiste a que alguien profane sus líneas tersas, su cuerpo no perdonaría ser profanado/ es frágil, se desliza por la vida/ él ya no está/ relativo, él fue el disfraz que le exigimos a cambio de nada, debemos retroceder, nuestra mano no debe pesar en sus decisiones/ él la rodeó hasta hacerla sentir que existe/ pero ella se condenó, no pudo crear el olvido…

Los pasos apurados de mi sobrina acallaron las voces. La penumbra del pasillo se estaba tragando todo. Las cosas evidentemente se mostraban a otros ojos, mejor no insistir.

Consumimos despacio una cena muda. Después, elegí para descansar el dormitorio que daba al patio de la pérgola. Siempre había sido el mío. Mañana los padres de Isolina nos mirarían bajar la cuesta camino al río, era el segundo hijo que no volverían a ver. Mi sobrina había elegido tomar lo hábitos en una orden de clausura.

La canilla goteó todo el tiempo, también el ardor de mi deseo goteó durante toda la noche.

Nunca debí volver.

Pasión por el ritmo

Carta de Gilles Deleuze a Henri Meschonnic

(Traducción: Hugo Savino // Comentario de Serge Martin)

Delueze-Meschonnic

22 de junio de 1990

Estimado Henri Meschonnic

Gracias por haberme enviado «El lenguaje H». Este libro tiene un tono muy distinto al de los libros habituales sobre H. por más buenos que sean. Tiene una profunda libertad, con todo su rigor, que viene del hecho de que usted no tiene ninguna «pasión» respecto a H., porque su pasión está en otra parte, y sólo tiene necesidad de probarse en un camino que lo encuentra como un obstáculo. Es toda su concepción del ritmo la que está en juego. Hay en Heidegger una suerte de locura (de lenguaje) que tal vez no esté tan lejos de la de Brisset y que es, tal vez, lo más interesante. Por eso su capítulo «Pensar en el lenguaje H» me parece muy importante y muy bello – y todo el tono de su conclusión. Muchas gracias y crea en mi admiración sincera.

Gilles Deleuze

Esta carta de Gilles Deleuze a Henri Meschonnic como recepción del envío de su libro Le langage Heidegger (El lenguaje Heidegger) que acababa de aparecer en las ediciones P.U.F., es por cierto la de un colega de París VIII Vincennes pero también la de un filósofo cuya estatura en esa época ya es ampliamente reconocida y que, desde hace al menos veinte años, ha formado generaciones de filósofos y transformado la epistemología de varias investigaciones importantes mucho más allá de su disciplina académica. Por eso, la apreciación que hace Deleuze de la obra de Meschonnnic no es, como parece, únicamente un agradecimiento amable. En primer lugar, Deleuze distingue “los libros habituales” de aquellos que tienen “una profunda libertad”, libertad que no se opone al “rigor” que exige la escritura del ensayo. Hay allí evidentemente una reflexión crítica respecto al academicismo filosófico y más allá de un punto de vista que pide desplazar el centro de gravedad de los estudios sobre Heidegger tal como se hacen en Francia hacia esa época. Deleuze disocia las “pasiones” a la vez que descalifica toda pasión “respecto a H.”. Sugiere por lo demás que los pros y los contra son de la competencia de una modalidad pasional que no puede permitir el ejercicio de una “profunda libertad” de pensamiento. Le reconoce a Meschonnic una “pasión” singular comprometida por su “concepción del ritmo”. Es entonces la sugestión fuerte de que el pensamiento llevado por semejante “pasión” sólo puede intensificarse de camino, por cierto sembrado de obstáculos, pero en una relación abierta a su desconocido, a los encuentros que semejante aventura no puede dejar de acoger incluso de suscitar – la referencia sería un desplazamiento del concepto heideggeriano que, metáfora de la metáfora, desmetaforizaría así ese “de camino”… Heidegger, al que Meschonnic encuentra de camino constituye entonces un “obstáculo” por su concepción del lenguaje. ¿Deleuze insinúa que Meschonnic deja de lado otros aspectos, en cuyo caso, no habría entendido el incentivo estratégico que la teoría del lenguaje constituye en el ensayo de Meschonnic? Abre en todo caso una perspectiva inédita que muestra que su respuesta es dialógica y acogedora hasta en sus implicaciones antifilosóficas, en el sentido de Meschonnic. Es entonces que avanza con numerosas modalizaciones hipotéticas la idea de una “locura de lenguaje” de Heidegger análoga a la de Brisset, abriendo como a una historia de esta locura en filosofía. La sugestión puede llevar lejos (”lo más interesante”) pero se detiene para evaluar el recorrido propuesto por Meschonnic: “muy importante y muy bello”. La evaluación conjuga allí concepto y afecto para in fine iniciar su propia conclusión en lo que forma parte de una empatía más que de un acuerdo ya que “todo el tono” puntúa una actitud y por consiguiente un modo relacional del pensamiento más que un producto, un resultado. La relación está abierta y el camino sin más obstáculo que la incertidumbre de los encuentros. La relación se debe a que el encuentro de las actitudes tuvo lugar: el modo relacional es resonante.

Agradezco a Régine Blaig y a Fanny Deleuze por haber autorizado la publicación de esta carta, gracias a Jacques Ancet por habérmela hecho conocer.

Fuente: Lobo Suelto

Zapato roto

Por Andrea Amendola

Vincent van Gogh-Un par de zapatos

Vincent van Gogh-Un par de zapatos

-Yo me voy con vos papá. -Levanto la cabeza y lo miro a los ojos, algún día creceré y seguro vaya a pasarlo. Con ocho años soy bastante alto, no me falta mucho para ser como él. Me gusta parecerme a él. Pero él no me mira, tiene el ceño fruncido, prende un cigarrillo, se lo mete entre los labios y lo aspira como quien huele por última vez un jazmín, un poco marchito, un poco caído de su tallo. Fuma, cada vez más. Revisa los billetes que tiene en su billetera. En mi casa todos fuman, menos yo porque soy chico. A veces me duele el pecho, pero creo que si respiro con la boca abierta, para que el humo no me entre por la nariz, los pulmones quedan más protejidos.

¿Conmigo? Pero… la idea era que te quedes con tu madre Augusto, donde me voy con Mari y las nenas de ella no hay mucho lugar.

-¡No papá! No me quiero quedar con mamá, me quiero ir con vos. Lo abracé por la cintura, él no me abrazó, pero se quedó quieto, seguro lo sorprendí.

-Listo, venite pero vamos viendo.

Me sentía tan feliz de que me quiera llevar con él… a veces, no se por qué siento que le molesto. Cuando almorzamos juntos, los dos solos, porque mamá está trabajando en el geriátrico, no me habla. Mira la televisión, el noticiero, siempre. Acomoda los cubiertos, bien derechos y pegaditos a los costados del plato. Me encanta cuando cocina pollo frito con ajo. A mí no me cae bien, el ajo. Pasa el pan por el plato, para que el aceite frito se meta adentro de la miga, junta el dedo pulgar derecho con el índice de la misma mano, aprieta el gajito de ajo, lo deja plano como mi almohada, que de tan gastada parece la etiqueta de mi cuaderno de tercero. Lo envuelve con la miga, y lo tira al fondo de su garganta, no lo veo masticar. Un vaso de vino y… ¡al centro! ¡Glup!

Allá en José C. Paz no era tan lindo como por mi barrio, Hurlingam, pero lo lindo era que estábamos todos juntos, las nenas, Diana y Lucía, mi papá y Mari, su nueva mujer. Mari iba todas las tardes a visitar a su mamá al geriátrico de mi tía, en donde trabajaba mi vieja. Pero ahora que mi papá la dejó no se qué pasará con doña Tita, tal vez se quede ahí o tal vez le busquen otro lugar, como a mí. Mi papá me buscó otro lugar.

Mi papá usa unos zapatos muy viejos, tanto como el colchón de mi nueva cama. Puedo sentir, como cada tirante de madera sostiene cada hueso de mi espalda. A veces, imagino que estoy recostado encima de las teclas de un piano gigante, tarareo las canciones que me gustan, pienso que es divertido dormir así, con ese colchón invisible. Mi padre tiene muchos gastos ahora que somos cinco.

Cuando comemos, me sirven último y, a veces, Mari no calcula bien la cantidad de sopa y me toca medio plato, o sólo un té con pan.

-¿Augusto, estás bien?

-Sí papá, es que no se por qué tengo tanto sueño, me siento flojo, no puedo hacer las tareas de la escuela. El pantalón que me traje de casa me queda grande, se me cae.

-Vení, vamos a acostarte, estás muy flaco.

-No trajiste mis remedios para el asma papá.

-Quedate tranquilo, acá se te va a pasar todo. Vos no tenés nada. Es tu madre la que te mete esas ideas estúpidas de maricón.

-Pero papá, el doctor Puig dijo que tengo grado severo de asma y…

-Ese tipo no sabe nada, vos haceme caso a mí.

Mi padre sabía mucho de todo, por eso yo lo seguía, porque levanto la cabeza y lo miro a los ojos, me gusta parecerme a él, saber mucho de todo. Sus zapatos viejos son número cuarenta, mañana cumplo nueve años y ya calzo treinta y nueve, dentro de poco vamos a calzar igual. Dentro de poco. Uno de sus zapatos, el izquierdo, tiene un agujero justo arriba del dedo gordo. La media puede verse sin problemas. La ropa me sigue quedando grande, cada vez más. Algo me pasa, no me siento el mismo de siempre. Debe ser que estoy creciendo. Últimamente tengo dolores de panza y mucha tos. Extraño el paf que el doctor Puig me daba, podía sentir cómo cada uno de mis pulmones se estiraban, dejando que el aire me refresque desde el pecho hasta el alma.

-Augusto ¿y estos zapatos?-Pregunta mi padre, mientras revisa la mochila que me traje de casa.

-Ah, sí, son los zapatos que me regaló la tía Elvira, me dijo que seguro dentro de poco podría usarlos, son cuarenta, como usás vos papá.

-Pero… ¡estos zapatos son de viejo, hijo! Mirá, vamos a hacer una cosa, yo te voy a dar los que tengo puestos, así vas practicando ¿sí? Y yo me voy a quedar con éstos, así cuando ya estés acostumbrado, te compro unos más de pibe.

-Buenísimo! ¡Gracias viejo! Estos zapatos, son “sus” zapatos. Y ese zapato roto ahora iría conmigo. A veces siento que le molesto a mi padre, pero espero que después de este trato de hombres, esté por fin orgulloso de mí. Levanto la cabeza y lo miro a los ojos, algún día creceré y seguro vaya a pasarlo. Con nueve años soy bastante alto, no me falta mucho para ser como él. Me gusta parecerme a él. Pero él no me mira, tiene el ceño fruncido, prende un cigarrillo, se lo mete entre los labios y lo aspira como quien huele por última vez un jazmín, un poco marchito, un poco caído de su tallo. Fuma, cada vez más. Revisa los billetes que tiene en su billetera. En mi casa todos fumaban, menos yo porque soy chico. A veces me duele el pecho, pero creo que si respiro con la boca abierta, para que el humo no me entre por la nariz, los pulmones quedan más protejidos.

Ha pasado el tiempo, soy de cuarenta y lo pasé de alto. No soy como él. Salvo por el pelo enrulado y la nuez prominente que asoma desde mi cuello. Hace tiempo no lo veo, no me gustaba que no me mirase. Creo que como padre ha estado bastante caído, como el tallo de un jazmín marchito. Recuerdo el zapato roto. Me descubro con el seño fruncido, sabiendo mucho más que él, sabiendo que fue en ese querido zapato roto, en donde clavé mi ancla y toda mi necesidad de hacerme de un padre. Me aferré al agujero de no tenerlo más que roto, como el zapato.

Hoy, como algunas tantas veces, me duele el pecho, pero creo que si respiro con la boca abierta, tal vez, me pueda doler menos.

El impostor

Por Mónica Arzani 

Prendergast, Revere Beach 1896

 Hoy no vino. No siempre viene, a veces pasan días, semanas, antes de que se aparezca. En cuanto lo veo mi pensamiento se agita. Ya conozco su procedimiento. Se pasea por el balneario, observa las carpas, los movimientos de los inquilinos y si hay alguna desocupada, se adueña de una mesa con la silla y comienza a escribir. Los vecinos lo conocen, pero ninguno repara en él. Su testimonio oscuro sale de la sombras y atraviesa el tiempo hasta volverse intemporal. Mudo y arcaico escribe, escribe. Parece una visión que desembarcó de un sueño. Alguien dijo una vez que se trataba de un agente de la KGB deportado a la Argentina. Su ritual nunca caduca, después de escribir unas pocas líneas, arranca la hoja del block y atrapado en un alud de ardor y pesar la destroza, para arrojarla al tacho de desperdicios. Se marcha enseguida, con paso enclenque a continuar con el ciclo del eterno retorno. Un día rescaté entre los demás secretos del cesto de residuos, lo que después descubrí era una carta sin terminar. Los caracteres pertenecían a la lengua rusa, la carta estaba fechada y contaba con dos nombres femeninos, Rusia e Irina. Fue suficiente. Mis manos redoblaron la apuesta, enlazarían los nombres y surgiría la historia, una historia de escaleras antiguas y silencios ásperos entre palabras. Tengo papel, tengo lapicera, solo necesito aislarme en mi imaginación.

Querida Irina: Creo ver tu rostro en el humo que produce la monotonía del calor en esta playa, tu recuerdo me está deshabitando fácilmente. Fueron muchos los grises intentos que trataron de rogarte el perdón, de esperar por una absolución que nunca llegaría. Mi frente está limpia de sudor y mis ojos cargados de llanto seco, todo a mí alrededor transcurre con la lentitud de una pesadilla. Yo no era libre Irina, me debía a la patria, ¡Cuánto hubiera dado por conocer un lenguaje donde la palabra patria no existiera! Las personas en nombre de los ideales somos capaces de grandes aberraciones. No pude retroceder, tuve que traicionar tu suave frescura de magnolia.

Esa mañana te veías serena, ni una lágrima, ni un temblor, el cuerpo enhiesto hasta que las balas cumplieron con su destino. Recuerdo que tus ojos me buscaron hasta atrapar lo míos, después dejaste caer tu mirada sobre la tierra.

Me siento avergonzado ante mi propia turbación. La culpa como un roedor maligno hizo de mí un animal avaro, arder es mi reposo. No retrocedas de mí Irina. Yo amé tu escote siempre desnudo y tu mirada de paloma entristecida. Debí hacerlo, hoy me alivia saber que pude, para eso me entrenaron. Pero no, no me hagas creer que fui yo, Irina. Me gustaría llorar bajo tu mano, mientras acaricias mi cabeza.

Él volvió a la playa unos días después, durante una tarde que parecía detenida por lo atemporal y quieta. Yo abandoné mi reposera, me acerqué y le tendí la carta. De su parte no hubo pregunta ni gesto alguno. De la mía tampoco. El hombre sabía que simplemente era lo que debía ser y lo aceptó.

Y yo me quedé mirando cómo se alejaba hacia el sur buscando la tormenta. En segundos lo enmarcó un cielo en sombras hasta que su figura se perdió en la oscuridad fría y amenazante.

Nunca lo volví a ver.

 

La herencia francesa de Jack Kerouac

Por Hugo Savino

kerouac

La gran noche americana sigue cayendo, más roja y oscura según va pasando el tiempo. No hay ninguna patria. (Jack Kerouac)

Jack Kerouac habló de su sueño: poder señalar desde su mecedora un largo estante de libros todos escritos por él como las novelas entrelazadas de la Comedia Humana. (Gerald Nicosia)

La imagen del beatnik o del rey de los beatniks, o la del “portavoz generacional”, o la del reaccionario, se va agotando. Sólo es un estandarte de los no lectores de Kerouac. O de sus difamadores. Que insisten. En el bosque de los lugares comunes. La idea de generación tampoco sirve para leer a Jack Kerouac. Sólo sirve para atarlo a su época, a los tocos de sentido de su época. Además ya había zafado de esa prisión. Balzac le hizo de escudo. Lo protegió. Ahora queda más claro que este hijo de obreros francocanadienses inmigrantes, que se educó en el joual, y que recién habló ingles a los seis años, tiene una fuerte herencia francesa. Escribió sus visiones en este inglés:

El motivo de que maneje las palabras inglesas con tanta facilidad es que no es mi idioma. Lo rehago para que encaje en imágenes francesas.

Kerouac fue siempre un extranjero en su generación. Un intruso. Un hijo de obreros, que sueña con ponerle a su obra La leyenda de Dulouz, siguiendo el ejemplo de Balzac, no puede ser aceptado por las carmelitas descalzas de la ficción. Too french Jack Kerouac. Un sospechoso – un tipo embarcado en sus ensoñaciones – como su amigo Henri Cru estaba embarcado “en una pérdida sin final”. Kerouac exploró en su inglés todos los pliegues del sueño, desde la ensoñación al sueño cruel, ese que te caga el día, y de ahí al de las grandes sagas que empiezan en alguna Phebe Avenue. “Kerouac decide caminar solo a partir de 1953. Porque sabe que se esclareció por sí mismo, que puede leerse y leer todo, decirse y decir todo. Salir del tiempo.” (Pierre Guglielmina). Estuvo solito tu alma para leer su herencia francesa, escribirla y aceptar que lo transformara. Lo escribió en su Suma del Dharma: “Escribo La Leyenda de Duluoz no para que me alaben, tampoco para que me critiquen. La escribo por la sencilla razón de que me comprometí a hacer el trabajo de la piedad (en la medida en que ningún otro sabe cómo hacerlo) frente a mi Nirvana — Es una enorme construcción de una Catedral no solicitada iniciada por un enamorado del mundo que enseña el fin de todas las cosas.” Proust también construyó su Catedral. Dos constructores de Catedrales. Que escribieron en la urgencia:

El secreto de la escritura está en el ritmo de la urgencia (Jack Kerouac).

Rodeados de sordos, que trataban de humillarlos, que pedían realismo, “estructuras internas” que guíen al lector. Frente a esta intimación de consenso sólo queda la clandestinidad, escribir, “leer y leerse”. Infinitamente.

Fuente: https://entrelazosblog.wordpress.com/2015/02/27/la-herencia-francesa-de-jack-kerouac/

Retraduciendo “Una tarde”, de Samuel Beckett. (Dossier Traducción)

Introducción de Zacarias Marco

Samuel-Beckett

 “Un soir” guarda una obvia relación con “Mal vu mal dit”. El primero fue escrito en el otoño de 1979, la entrega del segundo al editor es de diciembre de ese mismo año. Podríamos entender “Un soir” como un primer boceto o, quizás, de un texto germinal, inspirador del evolucionado y complejo tratamiento que terminaría convirtiéndose en “Mal vu mal dit”, uno de los tres textos más extensos de la última prosa de Beckett, junto con “Compagnie” y “Worstward Ho”. Pero esta lectura corre el peligro de disminuir su importancia, algo que sería, creo, un grave error. “Un soir”, “Una tarde”, es, por derecho propio, uno de los textos más impresionantes de Beckett. Una miniatura que alberga una riqueza y una belleza insospechada. Debo este descubrimiento a Antonia Rodríguez Gago, gran beckettiana y traductora de varios de sus textos, avalada incluso por el propio autor. Pero no leí primero su traducción al español sino el texto en su versión inglesa, “One evening”, versión que escribiera el propio Beckett en el otoño de 1980. Durante muchos años fue ésta mi lectura, un texto que contiene alguna de mis frases favoritas de Beckett. Cuando, finalmente, leí la traducción de Antonia me pareció muy buena, pero que quizá podría mejorarse. Eso intenté. Va por delante que si hubiera partido de cero mi traducción sería con seguridad notablemente peor que la suya.

Se deduce de esto que la razón por la cual emprendía la tarea, sobre la base del texto de Antonia, fue el sentimiento de una inadecuación, esto es, me sentí concernido por esa herida siempre presente en Beckett de la imposibilidad de la elección correcta. No pudiendo hacerla, se trataba de escoger la mejor entre las opciones posibles. Me pareció que para alguna frase del texto, al final fueron una de cada tres, podría haber una mejor opción. Excepcionalmente hubo una corrección que afectaba a la comprensión de la frase. Ocurrió con “Any flower wide of her course she reaches sidelong”, que Antonia tradujo, creo que erróneamente, por: “Coge inclinándose de costado cualquier flor a lo largo del camino”. Yo preferí traducir por: “Que una flor aparece alejada de su trayecto se desvía a por ella” recuperando tanto el ritmo como el sentido del francés original: “Qu’une fleur paraisse à l’écart de son trajet elle y va de biais”. Hubo otra corrección al sustituir la orientación “Oeste-Norte-Oeste” por la más admitida “Oeste Noroeste”.

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Entrevista a Claude Riehl (Dossier Traducción)

Introducción

Claude Riehl, escritor francés.

Por Hugo Savino

Claude Riehl-Arno Schmidt

“Termino mañana al mediodía (¡y sí!) La traducción de una de las cosas más chifladas que Arno Schmidt haya escrito alguna vez: Kafff, itou Mare Crisium. (El título absolutamente imposible, cambiará para la publicación). Meses de túnel con la cabeza gacha bien a fondo. Por fin espero convertirme en un humano (hacia las 14 horas).”

E-mail de Claude Riehl a Bernard Heopffner

«Entonces se trata exactamente, no de decir en francés lo que Arno Schmidt había dicho en su lengua, sino más bien de hacerle al francés lo que Arno Schmidt le había hecho a la lengua alemana.”

Stéphane Zékian: Homenaje a Claude Riehl.

Claude Riehl (22 de diciembre de 1953- 11 de febrero de 2006) fue un gran traductor francés. Un escritor francés. Traducía del alemán al francés. Tradujo de manera notable a Arno Schmidt, pero también a Oskar Panizza, Albert Ehrenstein, Joseph Roth, Melchior Vischer, entre otros. Escribió un libro fundamental sobre Arno Schmidt, una obra genial y absolutamente insoslayable para los lectores de Arno Schmidt: Arno Schmidt à tombeau ouvert. Un libro que es una perla que ningún mar se tragará. Una obra maestra de la literatura francesa. Un poco del calificativo obra maestra para tentar, para introducirlo. Me aburrí de hablar con editores para que traduzcan este libro. Ninguno se interesó. Amagos, intenciones, después el olvido, la falta de interés. Por ahora este libro le faltará al español. Bernard Hœpffner lo dijo blanco sobre negro: “Si Claude hubiera vivido un poco más, sin duda habríamos terminado por entender un poco mejor hasta qué punto traducir es escribir, hasta qué punto es hacer como si uno fuera el doble de otro, es un poco también intentar creer que uno está en cuerpo y alma al servicio de algún otro que no sea uno mismo.” Claude Riehl escribió Arno Schmidt como Henri Meschonnic dice Escribir Hugo. La obra de Claude Riehl está activa, sus entrevistas son envíos de literatura, una fuerza que trastoca los lugares comunes sobre el traducir, sobre escribir, sobre el lenguaje y el poema. Esta entrevista en Trazo freudiano es el inicio de una serie consagrada al arte de Claude Riehl.

Entrevista a Claude Riehl

realizada por Pierre Pachet[1]

Arno Schmidt-Soir bordé d’or

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Entre fiebre y razón. Una lectura psicoanalítica de Dostoievski

Por Ani Bustamante

 dostoievski

La construcción del psicoanálisis se cimienta en la invención del inconsciente, éste, es labrado por Freud con el cincel de la figura paterna y la arquitectura del Edipo.

Freud utiliza a Dostoyevski, como ya había utilizado otras figuras del arte y la cultura, para hilvanar fino sobre asuntos relacionados al padre, la culpa y el super yo. La compleja y rica vida del escritor, sus síntomas y dolores, sirven de “caso clínico” en el cual sostener el edificio teórico que construía a la sombra del positivismo científico imperante en la época.

Freud, sabemos, intenta dar un sentido a todo aquello que escapaba al dominio de la razón, interpreta síntomas -tanto individuales como colectivos- a través de la hipótesis de lo inconsciente y el mundo pulsional que ahí se articula. No deja, sin embargo, de experimentar el límite de lo imposible de analizar, y ante esto traza cabalmente una línea que deja claro que el saber es incompleto y que la castración opera en el corazón de las ciencias. Así pues, las “dotes artísticas” de Dostoievski eran reconocidas como inanalizables por Freud y el furor por la interpretación encuentra un tope, un agujero, que es, a mi modo de ver, la potencia misma del psicoanálisis.

Tanto Freud como Dostoievski comparten la pasión por el sentido y la explicación meticulosa, en la época de los grandes relatos, ambos saben construir ese texto con aspiraciones de totalidad que, sin embargo, deja entrever la falla constitutiva y la fiebre de la razón.

Tomando en cuenta esto recorreré las letras que vertiginosamente escriben esa fiebre en Raskolnikov (personaje principal de Crimen y Castigo) con los delirios y desasosiegos que se expresan en su ir y venir por la habitación, en el deambular por las calles embriagadas y en el acecho de un pensamiento que no cesa. Dostoievski parece afiebrar las líneas del texto, la velocidad va en aumento mientras la impotencia, el dolor y la pobreza parecen paralizar al personaje en un letargo de muerte que descubre, como reverso, un sobresalto febril.

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“Si bailas con Joyce, la crítica será poética”.[1]

Entrevista a Zacarías Marco realizada por Hugo Savino.

james-joyce

Hugo Savino: Empiezo por la palabra Tejido: Joyce como un tejido. En este caso el del Retrato del artista adolescente. ¿Para hurgar en la rajadura de la tela como dice el novelista argentino Néstor Sánchez? Un hurgar con extensiones a Molly, la mujer que dice sí, y a Bloom.

Zacarías Marco: Hurgar en la rajadura de la tela es una expresión que impacta, es una bella expresión, no he leído todavía nada de Néstor Sánchez, querría empezar por “Nosotros dos”. Sí, me parece que la expresión da por hecho la valentía de aquel que se acerca al territorio de la transgresión, quizás asumiendo que es un acto inevitable. Me hace pensar naturalmente en Lucio Fontana, pero habría que precisar que creo que aquí se trata de un sentido más bien opuesto, pues la tela ya está rota y en vez de romper, se trata de reparar, de cómo se repara el tejido, de cómo se teje reparando el descosido. Esta reparación no puede ser sino matizada, es a un tiempo fallida y exitosa. Evitar un desgarro mayor no se hace sin pagar un alto precio. Utilizo la metáfora en el título del libro porque fue utilizada por Lacan cuando habla del tipo de clínica que el concepto de sinthome alumbra y del que Joyce es el inspirador, pero, sobre todo, porque el propio Joyce la utiliza. Como sabes, le comentó una vez a su amigo Louis Gillet “cuando tu trabajo y tu vida hacen uno, cuando están entretejidos en la misma fábrica…”. Lo que yo hago es una labor de acompañamiento. Joyce hurga en su rajadura, la de su ser, y lo hace, como en esta cita, con inaudita precisión. Lo que a mí me sale es hacer un eco a esa precisión. No se trata de quedarse fascinado con el hallazgo de una fórmula reparadora sino de intentar escuchar aquello que anima a esa precisión. Partir siempre de preguntas sencillas es complicado, llegar a las preguntas más elementales es todavía más complicado. Casi espera uno que le vengan. Me pareció un reto empezar por escuchar alguna de las frases sencillas que aparecen en Retrato del artista adolescente y que te agarran por la garganta sin saber muy bien por qué. Las extensiones a Molly y a Bloom fueron inevitables al ser la expresión del proyecto artístico que desarrolla teóricamente en Retrato.

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