Comentario del libro La ética del sujeto, de José Milmaniene

Por Martín Esteban Uranga

la ética del sujeto

José Milmaniene

El nuevo libro de José E. Milmaniene, La ética del sujeto (Biblos, Buenos Aires 2008), nos convoca a involucrarnos con una problemática crucial del psicoanálisis que la contemporaneidad devela con elocuencia: el sujeto y su estatuto ético en tanto fundamento y horizonte de nuestra praxis.
En El tiempo del sujeto el autor situó las coordenadas simbólicas que habilitan el devenir temporal del sujeto, mientras que en El lugar del sujeto nos habló del topos a partir del cual el existente realiza su aventura desiderativa. Ahora, en el cierre de la trilogía, con La ética del sujeto, Milmaniene aborda el hecho capital. Si el sujeto se realiza y adviene en el tiempo y el espacio, signado por la palabra, es en tanto y en cuanto su estatuto mismo es consustancial al universo discursivo y a la ética que la presencia del significante impone. El sujeto es tal, si y solo si se constituye éticamente.

El libro transcurre a partir del entrelazamiento de citas de diversos autores, como es habitual en la práctica escrituraria de Milmaniene. De este modo el autor se adentra como articulador de un coro polifónico de discursos, en la problemática de la eticidad de un sujeto que encuentra amenazada tal condición en el contexto de un escenario cultural que pregona la transgresión como normativa y el goce como única política posible. El nuevo malestar en la cultura testimoniado según una clasificación que hace el autor por el auge de las patologías del goce o vacío, las perversiones, la violencia, el fundamentalismo y el misticismo que se desentienden del Otro, conlleva el colapso subjetivo que denuncia a la vez que consuma la degradación del principio ético. La preocupación por la contemporaneidad se conjuga con la necesidad de reafirmación de los presupuestos fundacionales de la práctica analítica, y es consecuente con esta dinámica que el texto entrame las referencias de nuestra experiencia socio-cultural actual con los basamentos mismos del psicoanálisis. Es así como luego de ligar la ética del psicoanálisis a la tradición judaica nos dice: “Esta posición ética resulta más necesaria aun en la actualidad, dado que la pasión por lo real de los siglos XX y XXI ha entronizado la hegemonía de lo ilimitado en detrimento de la vigencia libidinal de la cuatriplicidad, como escribe Milner.”

La elaboración dialéctica y creativa que implica la puesta en relación de los fundamentos del psicoanálisis con sus desafíos actuales, así como la conceptualización de la contemporaneidad articulada a sus manifestaciones concretas de padecimiento subjetivo, es lo que evidencia que estamos ante un texto clásico y actual, teórico y clínico.

El esfuerzo y la rigurosidad con que Milmaniene sitúa las coordenadas éticas del sujeto lo relanzan una y otra vez a la clínica. Así como en los primeros capítulos del texto nos habla de las condiciones subjetivas de nuestro tiempo desde una mirada aguda y crítica sustentada en su posicionamiento ético y existencial. En el apartado “Ética y cura psicoanalítica” da cuenta de las encrucijadas clínicas concretas con que un analista se confronta en la relación con un analizante. Su posición frente a la relación con la muerte, con la diferencia sexual y con la paternidad, que considera como las tres problemáticas cruciales que deben atravesarse y elaborarse en un análisis, está impregnada de la densidad existencial con que piensa los fundamentos mismos de la subjetividad en términos éticos. Asimismo, la dimensión intertextual del libro, lo erige en un lugar que contribuye a reposicionar al psicoanálisis como ciencia conjetural del sujeto que requiere necesariamente del abordaje interdiscursivo. Ahora bien, si de pensar al sujeto y de intervenir terapéuticamente sobre él se trata, resulta indispensable interpelarlo en su propio fundamento. Adentrémonos entonces en el eje central del libro: la cuestión ética.

La ética del sujeto tal cual lo entiende el psicoanálisis, deriva para Milmaniene de la ética de la Ley simbólica introducida por el judaísmo. De esta manera, toma como paradigma el decálogo para dar cuenta del carácter externo y traumático de la imposición de la Ley. Fundado a partir de una alteridad que lo interpela, el sujeto enuncia “¡Heme aquí!” afirmando el mandato ético de cuidado y preservación de la otredad. Reconocimiento de la otredad y subjetivación de la Ley configuran de este modo los pilares fundacionales de la constitución del sujeto.

En su libro El Holocausto Milmaniene nos confrontó con la crueldad y la barbarie producto del odio forclusivo de la ley y del avasallamiento de la otredad que la sustenta. Ahora, en La ética del sujeto, nos advierte de la necesidad perentoria de la reconstitución de la dignidad subjetiva en una época como la nuestra que denuncia con su neopaganismo militante, las secuelas activas de la brutalidad de los dioses oscuros que reinaron en Auschwitz. De aquí la necesidad del autor de testimoniar el mal de su época denunciando las prácticas idolátricas y narcisistas que avasallan el basamento mismo del sujeto ético. El sujeto se constituye en acto, y siendo ético el estatuto del sujeto no puede ser sino ética la dimensión del acto que le es inherente. En referencia a la estructura del acto ético dice el autor, siguiendo los desarrollos de Slavoj Zizek: “Definimos entonces el acto ético como aquel que suspende la subjetivación forzada de la deuda simbólica, y su consumación decidida y responsable implica el momento en el cual uno se «desprende» transitoriamente del vínculo convencional con el «gran Otro»”. Queda dicho de este modo que el acto ético no supone la alienación en los enunciados morales, debido a que “…no sólo no se constituye como respuesta a ninguna súplica ni demanda del prójimo especular, ni tampoco como respuesta a la llamada del Otro insondable, sino que consiste en una intervención sorpresiva e inédita que cambia las coordenadas de la realidad existentes, así como la percepción de los parámetros de lo que era posible hasta ese momento tanto como la concepción de lo que se considera «el bien»”. Esta dimensión de “desprendimiento transitorio del Otro” es lo que hace que el acto sea en soledad ya que “en el acto que nos ocurre –sorpresivo, sin soporte fantasmático alguno, producido de la nada- el sujeto dividido se ubica a sí mismo como su propia causa, incapaz por ende de subjetivarla totalmente”. Ahora bien, el “sujeto que ha franqueado la tiranía de lo Mismo” no es sin el Otro. Se desprende la pregunta: ¿cómo conciliar la dimensión de otredad constitutiva y constituyente del sujeto con el hecho de que el acto subjetivo debe prescindir de la misma?

Estamos frente a un impasse que Milmaniene buscará atravesar sustentado sólidamente en la filosofía de Emmanuel Levinas. Volverá a acentuar una vez más el reconocimiento de la alteridad como inherente a la ética para enunciar: “Este reconocimiento de la alteridad, que distancia de toda tentación a la captura especular, supone lo «Absolutamente-Otro» levinasiano, e implica el nombre de la referencia simbólica absoluta (el Padre Muerto, Dios).” Es decir, el sujeto instituye su acto en soledad desprendiéndose transitoriamente del Otro de los enunciados, lo cual no implica que su soledad no esté signada por la presencia de la ausencia del Padre que en tanto muerto confirma desde su desvanecimiento el desamparo radical que el sujeto deberá confrontar con su acto. El acto ético, de este modo, supone la subjetivación de la inanidad del ser en tanto y en cuanto fue afectado por la palabra de lo “Absolutamente-Otro”. No se trata que lo “Absolutamente-Otro” se constituya en Otro del Otro sino más bien que lo “Absolutamente-Otro” queda delineado por el rastro/rostro evanescente que sitúa un inasimilable lugar de enunciación en el punto de desfallecimiento de los enunciados. Horizonte del puro decir que se abisma inasible y de modo radicalmente transontológico sobre la caída del cuerpo textual de los dichos. Dice Milmaniene: “La voz ética del Otro resulta entonces nada más que un llamado sin contenido positivo alguno, que no ordena ni garantiza nada, sólo una pura enunciación sin enunciado que convoca al sujeto a la entrega responsable, más allá de la culpa.”

No caben dudas que para el autor La Ética Del Sujeto tal cual lo aborda el psicoanálisis, es la secularización de la ética judía. Dice al respecto que “la ética secularizada retoma esta dimensión de la fe en el renovado pacto con la palabra”. El acto ético es redentor, y en este punto el autor conjuga de manera admirable la práctica analítica con la utopía mesiánica, “¿No se trata acaso en el análisis de una suerte de mesianismo laico, en el cual el sujeto se «redime» del goce y se libera de la culpa a través de sus actos, asentado en la convicción –que no es certeza- del deseo responsable como condición de la libertad?”. Milmaniene nos habla del “renovado pacto con la palabra”, pero ¿sobre qué dimensión de la palabra se asienta la redención? La “palabra de la ley” y la “palabra de la fe”, aparecen así desde la referencia a Agamben como puntos de tensión entre la ley y la gracia que será desplegada y enriquecida con las referencias hechas al cristianismo. Así como en su libro La función paterna Milmaniene nos familiarizó con los excesos inherentes a la ley expresados a partir de los complementos obscenos y superyoicos, en esta oportunidad nos habla de los excedentes de la ley pero no ya en el terreno patológico sino en términos de amor y gratuidad del don que actúan como sostén mismo de la ley. Dice el autor en referencia a la consumación mesiánica que equipara a la “utopía psicoanalítica”: “Se trata, en suma, de la ley basada en la promesa del amor redentor y en la gracia (hésed, en hebreo) que es bondad piadosa entendida como don, y que reemplazará a la ley de los mandamientos y las obligaciones. En tales circunstancias ya ninguna norma obligará al sujeto sino sus propias convicciones éticas, producto de la máxima interiorización lograda de la Ley, que ya es la Verdad del amor.” El acto redentor entonces, si bien implica “aceptar lo irremediablemente perdido” a partir de una lograda interiorización de le ley que implique el “complejo movimiento que en psicoanálisis se llama asunción de la castración”, se inscribe como tal “en el excedente irreductible de la ley que es la gracia (charis).” De este modo “se podrá crear un mundo en el que ya no habitará un sujeto alienado en el Otro, sino que será liberado en tanto habrá accedido a la máxima autenticidad, como lo postula la redención cristiana y lo sostiene también la utopía psicoanalítica”.

Milmaniene tiene la audacia de hablar de utopías en un universo cultural que pareciera haber renegado de ellas. Porque sabe que en palabras del poeta, “sin utopía la vida sería un ensayo para la muerte”. Su profundo humanismo apela a que desde una “posición existencial sublimatoria”, podamos trascender el ensayo para actuar de primera mano en el terreno de las realizaciones desiderativas sin especulaciones ni garantías subjetivando la finitud pero sin fetichizar la muerte. Absteniéndose de consuelos neuróticos frente al inexorable final pero enfrentando del mismo modo las posiciones melancolizantes, nos convoca a reproponer las utopías sin caer en un idealismo estéril. Porque la utopía psicoanalítica que inscribe en el linaje de las utopías mesiánicas, es la aspiración ideal pero concreta de la nunca del todo acabada asunción responsable de los deseos que requiere de la deposición dolorosa pero auspiciosa de los goznes del narcisismo con la pulsión de muerte. Milmaniene no escribe desde la fría mirada del académico, del tecnócrata o del crítico social, sino desde una profunda humanidad que da cuenta de alguien que involucra su propia existencia en aquello que escribe. Ya dio muestras de una exquisita sensibilidad en Clínica del texto que se relanza ahora con todo vigor y desgarro en un texto sin concesiones con los “cantos de sirenas” emitidos por los apologetas de la posmodernidad. Su existencialismo fundado en la ética monoteísta, repropone una ética de la responsabilidad que se erige con valentía, sabiduría y contundencia frente a los pregoneros de la conversión del psicoanálisis en una “ética de la libertad” fundada en última instancia en el narcisismo que aliena al ser.

Un libro imprescindible, urgente y necesario que nos hace sentir vivos y humanos en toda su dimensión. Confrontándonos con los lados mortíferos y oscuros del ser y la (des)cultura, nos alienta sobre todo a no ceder en nuestro imperecedero deseo de ética para poder transformar la ética del sujeto en un sujeto de la ética que asuma activamente la sumisión constituyente a la Ley y la gracia. Decía Miguel de Unamuno: “¿Queréis novedades? Leed a los clásicos.” José Milmaniene lo es. Busquemos en su generosa y lúcida escritura las eternas novedades pasibles de ser genuinamente anunciadas sólo desde una posición humanista como la suya, que desde la recreación permanente de los presupuestos fundacionales de la subjetividad nos propone una y otra vez aventurarnos responsablemente en la travesía ética de la existencia.

Fuente: El Sigma

La escritura del desasosiego

Por Ani Bustamante

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Es un hallazgo haber encontrado en la obra de Fernando Pessoa asuntos que se tejen con algunas de las propuestas más interesantes en psicoanálisis. En este trabajo voy a explorar la relación entre la escritura pessoana del Libro del desasosiego y temas como la angustia y lo real.
Pessoa fue un poeta portugués, su característica más conocida es la de haber realizado una obra en la cual se despersonaliza para crear diferentes personajes llamados “heterónimos”. Los heterónimos son personalidades ficticias creadas con total singularidad y diferencia respecto del autor, así, cada uno tiene una fecha y lugar de nacimiento, una posición filosófica y un estilo literario particular. Lo significativo no es solamente la radical alteridad que se genera dentro de él sino la manera como los heterónimos se relacionan, sus puntos de acuerdo y desacuerdo, sus filiaciones y conflictos.
A lo largo de su vida Pessoa crea unos 70 personajes, la mayoría de los cuales no alcanzan el grado de heterónimo pues su singularidad no termina de construirse, sin embargo esto si sucede con cuatro de ellos, a saber: Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis y Fernando Pessoa (tratado como un heterónimo más).
Ahora bien, partir de esta breve reseña del universo heterónimo quiero pasar a analizar el tipo de escritura puesta en juego en el Libro del Desasosiego. Libro que puede entenderse como el laboratorio en el cual Pessoa fue explorando las diferentes maneras de transformarse en otro.


El Libro del desasosiego está escrito por el semi-heterónimo Bernardo Soares (“semi” porque no alcanza una singularidad bien delimitada) sobre él Pessoa dice, en unos escritos relativos al Libro del Desasosiego, que: “no siendo su personalidad la mía, es, no diferente a la mía, sino una simple mutilación de ella” . ¿Una mutilación de ella? Es fantástico que Pessoa haya usado una palabra que nos invita a pensar que hay algo que queda por fuera del cuerpo que a su vez permite la aparición de Bernardo Soares, personaje a través del cual accedemos casi al diario del mismo Fernando Pessoa. Es entonces desde la mutilación del autor que se produce la Obra.
El Libro del Desasosiego está escrito de una manera fragmentaria, en él la dispersión y disolución de la identidad de Bernardo Soares está constantemente puesta en juego. Por ejemplo, al ir leyendo encontramos que la secuencia de ideas se corta dejando siempre algo incompleto, de tal manera que pareciera que el autor lo que hace es un “ordenamiento de fragmentos” que se reúnen sin una secuencia narrativa. Lo que quiero señalar es que esta es una escritura que en lugar de producir sentido, produce agujeros y “restos” (a los que Lacan llamaría “objetos a”) que muestran la imposibilidad estructural que reside en el mismo lenguaje y la ruptura de la idea de Verdad del relato. Es esta pues una escritura que nos introduce a una experiencia del límite y al recorrer las páginas vamos percibiendo una serie de estados de ánimo inconexos. En el Libro del Desasosiego Pessoa dice sobre este tema:
“En estas impresiones sin nexo, ni deseo de nexo, narro indiferentemente mi autobiografía sin acontecimientos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones, y, si en ellas nada digo, es porque nada tengo que decir”.

A partir de este libro se pueden indagar las relaciones entre angustia, escritura y aquello que llamamos Lo Real. Para preguntarnos ¿cómo es esta escritura que parece abrir agujeros en el sentido? ¿Qué sucede con ese resto imposible de significar que deja cada fragmento? ¿De qué manera la escritura pessoana sujeta al autor? ¿será que en el ejercicio de transformarse en otro consigue hacer algún tipo de lazo para no quedarse en un aislamiento que bordea la psicosis?
Sería bueno en este punto repasar algunas ideas psicoanalíticas sobre la angustia: por ejemplo, mientras que en Freud la angustia está vinculada a la pérdida del objeto, para Lacan la angustia se produce “cuando falta la falta”, es decir, cuando no hay lugar para la falta y no se pasa por la pérdida rellenándose esta en un orden totalizador en donde todo es cubierto ya sea por lo imaginario (estadio del espejo) o por la significación (sin quedar espacio para alguna partícula que se escape del sistema significante). En la clínica constantemente observamos pacientes que tienen una hipertrofia de pensamiento, un exceso de sentido que para nada apacigua la angustia, pues esta no cesa llenándose con más interpretaciones que alimentan la búsqueda interminable de significación. Lacan nos enseña, con el dispositivo del corte, a trabajar acotando los goces y drenando el sentido excesivo para producir una nueva posición subjetiva.
La introducción de una falta sería el equivalente a la idea freudiana de castración que limita el goce del sujeto.
En este sentido es posible pensar que el afecto llamado por Pessoa desasosiego, es efecto de una pretensión ilimitada de sensaciones, de una necesidad de ser todos y de sentirlo todo, asunto que una y otra vez expresan sus heterónimos, sobre todo Álvaro de Campos cuando dice en un poema:
“Sentirlo todo de todas las maneras.
Sentirlo todo excesivamente…

Cuanto más sienta, cuanto más sienta como varias personas,
cuanto más personalidades tenga,
cuanto más intensamente, estridentemente, las tenga,
cuanto más simultáneamente sienta con todas ellas,
cuanto más unificadamente diverso, dispersamente atento,
esté, sienta, viva, sea,
más poseeré la existencia total del universo,
más completo seré a lo largo del espacio entero.
más análogo seré a Dios, sea Dios quien sea,
porque sea Dios quien sea,
porque sea quien sea ciertamente lo es Todo
y fuera de Él sólo hay Él, y Todo para Él es poco”.

En este poema vemos como, a través de uno de sus heterónimos, Pessoa plasma la necesidad de ser TODO negando así la castración, sin embargo será la propia obra (con todos sus matices) la encargada de recortar tal pretensión. Lo interesante es que Pessoa hace de estos goces y esta angustia un Libro que cumple la función de enmarcarla acotándola. Es decir, puede hacer algo con la angustia, puede llevarla al acto de escribir.
La angustia es un afecto que no engaña porque escapa del juego de significación que siempre está bajo las leyes del desplazamiento, pues finalmente lo que engaña es la relación significante significado. El alivio de la angustia suele aparecer a partir de una puesta en acto, es por esto que la angustia, lacanianamente hablando es productiva, lleva al sujeto a hacer algo con ella (más allá de si esto es bueno o malo) Y Pessoa es llevado por el desasosiego a escribir su magnífica obra.
La particularidad de este acto de escritura es que Pessoa decide explorar sus dolores y placeres más íntimos en este libro creado a partir de fragmentos, que a la manera de otros grandes como Roland Barthes y Walter Benjamin, ponen de manifiesto la condición misma de la razón en tanto desarticulada, en tanto atravesada por lo inconsciente. La escritura de un libro hecho de fragmentos hace patente la imposibilidad de una unidad integrada, cohesionada, capaz de organizarse desde el sentido y, a su vez, permite que entre fragmento y fragmento se abran brechas que produzcan un movimiento de flujos que nos hagan saber (pero no desde el sentido sino desde la ruptura, la puntuación, el ritmo, el son) que ahí, en las palabras, se está jugando algo más, se está jugando un gozar intraducible que sólo se vislumbra en el intersticio. Pessoa se adelanta a su época, anticipa lo que luego será trabajado por Lacan cuando éste introduce el orden de lo real dentro del mismo sistema simbólico e intuye lo que será la deconstrucción derridiana al desmontar el eje del logocentrismo.
Siguiendo las propuestas psicoanalíticas, esta escritura del Libro del Desasosiego nos hace pensar también en la relación que establece Lacan entre escritura y resto, es decir, para Lacan la escritura es un ordenamiento de restos, entendiéndose por resto aquello que queda por fuera del sistema de la lengua, aquello que no puede significarse, que hace agujero en el lenguaje mismo y regresa para seguir intentando significar. Lacan piensa que la escritura toca más lo real que la palabra hablada, la escritura entendida como cuerpo, como trazo.. Y esta escritura del desasosiego nos hace patente lo real, que puede entenderse como lo extraño o como eso Otro dentro de nosotros que Freud llamó Lo Siniestro.

Algo queda articulado a partir de este acto de escritura, algo sucede en el momento en que Pessoa pone en juego la pérdida de sentido… la pérdida… algo aparece en el agujero de la falta. Esto que aparece es un peculiar objeto llamado “a” que funciona como causa de deseo. A mi modo de ver, esta operación de escritura desde el desasosiego le permite a Pessoa introducir una falta a partir de la cual acceder al deseo y recomponer un cierto lazo social.

El desasosiego junto con la obra heterónima
Vemos en Pessoa una constante búsqueda de quedar a la deriva, en una suerte de nomadismo desorientado. Este goce se satisface acotadamente en la escritura, que por un lado vehiculiza la pulsión y por otro sirve de punto para frenar el goce metonímico, otorgando un anclaje fálico. En un pasaje del Libro de Desasosiego Pessoa dice:

“Y, en medio de todo esto, voy calle adelante, adormilado en mi vagabundeo como una hoja. Algún viento suave me barrió del suelo, y voy errante, como un final de crepúsculo, entre los acontecimientos del paisaje. Me pesan los párpados en los pies arrastrados. Quisiera dormir porque ando. Tengo la boca cerrada como para que los labios se peguen. Naufrago mi deambular”.

Me parece que esta es una obra riquísima pues nos muestra, por un lado, un estado de goce en el desasosiego y por otro la recuperación del sujeto en el acto de escribir. Es decir, el mero hecho de devenir-otro llevado al extremo y sin un punto que abroche, lanzaría al sujeto a un vagabundear metonímico, al desplazamiento incesante que vemos en algunas psicosis. Pienso que es fundamental pensar a este poeta en la complejidad de su movimiento, pues de esta fuga abierta a la pluralización de personalidades logra hacer una obra heterónima que reúne, sostiene y sirve como punto de capitón a esta multiplicidad de yos, en una suerte de cuerpo textual que da consistencia ante la amenaza de dispersión absoluta. En el Libro del Desasosiego Pessoa explora sus devenires y el acontecimiento de esa extrañeza íntima que Lacan llama extimidad. Dice Pessoa:
“He creado en mí varias personalidades. Creo personalidades constantemente. Cada sueño mío es inmediatamente, en el momento de aparecer soñado, encarnado en otra persona, que pasa a soñarlo, y yo no.
Es decir, este desasosiego que busca lo ilimitado y la dispersión es resuelto con una maravillosa fórmula, la cual consiste en hacer de la dispersión una obra heterónima que amarra las diferentes personalidades. Por otro lado esta heteronimia también se puede entender como una manera de hacer nacer una alteridad, una manera de salir del aislamiento creando vínculos entre heterónimos. Entonces tenemos un libro que produce restos, estos restos causan deseo y esto termina haciendo posible lo heterónimo.
En ese sentido la escritura es en Pessoa la irrupción de lo Otro dentro de él, en ella desaparece para volver a surgir, al compás de sus otredades. ¿No es este movimiento el que da la posibilidad de que lo inconsciente sea posible? ¿No es acaso esta su manera de dividirse (es decir castrarse) para constituirse como sujeto?
Algunas de las preguntas vitales que animan la obra pessoana aparecen en el Libro del Desasosiego cuando Bernardo Soares dice:
“Dios mío, Dios mío, ¿a quién asisto? ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es ese intervalo que hay entre mí y mi?”.
El libro del desasosiego, al igual que la angustia, no aparece para otorgar sentido, sino para mostrar la aparición de lo real del goce como ese hueso duro irrepresentable que queda cuando se termina con las capas de la interpretación, esto es pura pulsión que puede enmarcarse y sujetarse con un síntoma, que en el caso de Pessoa es su escritura.

Lo que importa en este autor es la irrupción de una fuga de sentido en la que se rompe la articulación de la cadena significante, y ahí hace su entrada el desasosiego como “afecto que no engaña” pues no presenta la duda intrínseca a la significación, sino que está ahí con carácter de certeza. Fuera de la significación la escritura se vuelve una línea, un número, un trazo y aparece este concepto lacaniano llamado “La letra” que es justamente eso, la materialidad del lenguaje sin soporte significante. Al no haber lógica significante queda la letra impregnada en el cuerpo o en el organismo como dice Pessoa, dejando al sujeto “como arrojado a un lado, trapo caído en el camino”.

Fernando Pessoa se adelanta a estos conceptos lacanianos que apelan a un trabajo por fuera de la interpretación clásica que se apoya en el sentido y dice: “Las cosas no tienen significación sino existencia”
La letra es el sustrato material, es el cuerpo desde el cual Lacan empezará a operar, cuerpo que es pulsión y que nos muestra su imposibilidad de ser representado completamente. En ese sustrato corporal ligado a lo real no encontramos la relación entre significantes sino una suerte de caos pulsional que luego se anudará con lo simbólico y lo imaginario.
Lo escrito tiene que ver, para Lacan, con la letra, y es lo que se pone en juego en la escucha psicoanalítica. Dice Lacan:

“La letra es algo que se lee… es bien evidente que en el discurso analítico no se trata de otra cosa, no se trata sino de lo que se lee, de lo que se lee más allá de lo que se ha incitado el sujeto a decir” .

Es decir, el psicoanálisis busca leer algo que sea del orden del cuerpo, de las pulsiones y no quedarse entrampado en la búsqueda de sentido.

Pessoa nos muestra en el Libro del Desasosiego esa escritura hecha de restos, hecha de letras, que dejan en un segundo plano la intención de significar algo trascendente. Sobre esto dice:

“Me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tangibles, sirenas visibles, sensualidades incorporadas (…) escribo sin querer pensar, en un devaneo exterior, dejando que las palabras me hagan fiestas, como niño que llevaran al cuello. Son frases sin sentido, corriendo mórbidas, con una fluidez de agua sentida, un olvidarse de riachuelo donde las olas se mezclan y confunden, siempre trasformadas en otras, sucediéndose a sí mismas”.

Y en otro fragmento:
“Si escribo lo que siento es porque así disminuyo la fiebre del sentir. Lo que confieso carece de importancia, pues no hay nada que tenga importancia… Me desarrollo como una madeja multicolor, o hago conmigo mismo figuras de cordel, como las que se tejen con las manos extendidas y se van pasando de un niño a otro. Me preocupo sólo de que el pulgar no falle el nudo que le toca. Después vuelvo la mano y la imagen queda diferente. Y vuelvo a comenzar”.

La puerta, de Magda Szabó.

Liter-a-tulia es una interesante y bella propuesta, a la que tenemos acceso gracias a la iniciativa de unos colegas que decidieron abrir una tertulia mensual de psicoanálisis y literatura. La fecundidad de la propuesta a llevado a plasmar la experiencia a un blog y a construir discursos y textos a partir del encuentro.
Alberto Estévez, uno de los creadores de liter-a-tulia, a tenido la gentileza de enviar para Trazo Freudiano un artículo que escribió a propósito del libro La puerta, de Magda Szabó.

LA PUERTA, DE MAGDA SZABÓ
Por Alberto Estévez

Jacques Lacan, psicoanalista francés, encargado de que el legado que Sigmun Freud nos dejó, el psicoanálisis, siga existiendo en nuestros días, gracias a la lectura que hizo su obra, transmitía dicha lectura año tras año, en el seminario que dictaba a sus alumnos.
En el que impartió en 1954, dedicado al concepto del yo, existe un capítulo casi acabando el curso, titulado Psicoanálisis y cibernética, en el que hace una de sus curiosas y agudas reflexiones, en este caso acerca de un aparato simple, en el que basta hacer girar un picaporte: una puerta.
Una puerta, dirá a sus alumnos, no es algo totalmente real; considerarla así podría llevarnos a extraños malentendidos. Si al observar una puerta concluimos que produce corrientes de aire, es posible que acabemos llevándonosla al desierto para refrescarnos.

Retomará una serie de frases hechas alrededor de la puerta justamente para poder distanciarla de su condición de objeto real; una puerta a, una puerta que se nos niega, o que por el contrario se nos ofrece, incluso en esta matización llegará a ofrecer una evidencia que resulta simple pero muy pertinente a lo que quiero mostrar: Lacan dirá que la puerta no cumple la misma función instrumental que la ventana.
Una puerta debe estar abierta o cerrada, y esto no es equivalente.
La puerta es, por naturaleza, del orden simbólico, y se abre a algo. Hay disimetría pues entre la apertura y el cierre: si la apertura de la puerta regula el acceso, el cierre, lo obstaculiza. La puerta es un verdadero símbolo, el símbolo por excelencia, aquel en el cual siempre se reconocerá el paso del hombre a alguna parte, por la cruz que ella traza, entrecruzando el acceso y el cierre. Se trata de la relación del acceso y el cierre. Termina la cita de Lacan.

La Puerta es el título de la obra que nos ocupa hoy. Una obra que relata los avatares de la relación entre la autora de la novela y su señora de la limpieza, Emerenc Szeredás. La Puerta es real, por llevar la contraria a Lacan: en la casa de Emerenc, es la que da acceso a su habitación, o más bien habría que decir la que lo impide, ya que esta mujer prohíbe terminantemente que nadie penetre en su intimidad, salvo la propia escritora, bien avanzada la novela, en circunstancias muy particulares, ya que en la primera ocasión que la autora tiene la ocurrencia de sacudir el picaporte, recibe una furiosa reprimenda; la amenaza es tan desproporcionada que la autora teme la agresión física por parte de aquella mujer.
Pero esta anécdota le permite ir dibujando el carácter simbólico del objeto puerta, enseguida nos dirá que es una puerta que protege, protege de las miradas, incluso de la propia muerte.
Y nos toca a nosotros pensar en la escena. ¿Porqué se angustia tanto Emerenc, qué significa para ella que alguien pueda atravesar ese umbral? El celo con el cual cada uno de nosotros guardamos determinados aspectos, elementos, circunstancias de nuestras vidas no parece encajar con la reacción que muestra esta mujer. Hay algo del lado del exceso que nos lleva a valorar la escena de otra manera. También es así para la escritora, que escapa de allí aterrorizada pensando que Emerenc está medio chiflada, es víctima de una mente perturbada.
¿Es cierto esto?¿Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que estamos ante una psicosis? Sea como fuere, lo que personalmente me ha causado gran admiración del relato es el material que Magda Szabó va eligiendo para dibujar una estructura psíquica tan compleja como resulta esta. La sutileza en los detalles, reparar como ella hace en pequeñas cosas que ocurren y que podrían ser desestimadas o calificadas como simples manías o caprichos de Emerenc, no es así, y tiene efecto en el lector: es una valoración de dichos elementos como si estos en realidad fuesen claves a descifrar. Esto es consecuencia directa de haber demostrado una finura, como si de un clínico experimentado se tratase, en el análisis del carácter de su empleada.
Con una prosa envidiable, la vemos detenerse en hechos que para ella son significativos: Emerenc no tiene cama, no se acuesta ni se tumba, ya que eso le provocaba debilidad y un vértigo inaguantable. Por otro lado, la autora percibe un obstáculo en la relación, que define de la siguiente manera: Emerenc no dialoga, sentencia. Podemos decir que está sostenida por la certeza. Algunos de estos hechos no provienen de lo que Emerenc le cuenta, sino de la propia observación del entorno, eso le lleva a decir que todo el mundo se fiaba de Emerenc, pero Emerenc no se fiaba de nadie. Esto se hacía todavía más extremo en el caso de la relación con los hombres; salvando alguna excepción, con ellos había que estar muy alerta, cualquiera podría ser el barbero, aquel desaprensivo que le robó todo. Emerenc con su argumentación pretende convertir en evidente que partiendo de una situación como esa lógicamente se derive una consecuencia como la siguiente: nunca más volvería a tocarla ningún hombre. Nos va dejando datos que tienen todo el interés.
Son 20 años de relación, es mucho tiempo, y no ha sido un tiempo perdido. La autora ha podido hacer acopio de la sabiduría que esta mujer le ha ido transmitiendo, una sabiduría que es el saldo de lo que ha sido una vida de supervivencia, sabiduría que se hacía necesaria para conservar la vida en unas circunstancias en muchas ocasiones catastróficas, y en alguna en concreto, verdaderamente aterradora. Entonces no debe resultarnos extraño que alguien que pasa por eso enuncie frases del tipo “todos estamos solos, queramos o no, aunque compartamos la vida con otro” O también “al que quiera irse hemos de dejar que se vaya. Quien no se deja sacar del agujero allí se queda”. “Si amamos también tenemos que saber matar”, Los curas mienten, los doctores son ignorantes y codiciosos, los letrados cínicos, los ingenieros ladrones, y los mafiosos abundan por doquier.
La visión política de Emerenc merece un capítulo aparte, aunque yo en esta exposición me limite a citarla porque me parece soberbia: “el mundo se divide en dos clases de personas: los que barren y los que no”
Pero podemos diferenciar otro tipo de enseñanza, más concreta, más funcional para el caso, que la autora extrae y atañe directamente a la posibilidad de relación con su empleada, como una guía que le sirve para bien llevarse con ella y no poner en peligro el vínculo que las une; un saber en consonancia con la verdad del sujeto, que distribuye las posiciones de cada uno para afrontar el esperado buen encuentro con el otro. En un primer momento, el hermetismo de la autora no facilita, más bien impide que esto se produzca; primero debe abrir su puerta para que la empleada abra la suya. Las pistas para salir de esa situación las percibe cuando toma conciencia de que Emerenc consigue hacer equivaler sus ausencias con la ruina, hasta el punto de que la vida del matrimonio sin ella no funciona.
El sacrificio que Emerenc realiza por el otro sólo se producirá si se trata de existencias ruinosas, es la salvadora incondicional hasta la locura, y cuando en los primeros momentos, comprobamos que la relación que la autora tiene con ella no responde a ese molde, la cosa no marcha. Es efectivamente cuando la autora le muestra algo de su ruina yendo a su casa para decirle simplemente, tengo hambre, cuando se produce el milagro. Emerenc no iba a olvidar dicho acto jamás y es en ese momento cuando empieza a quererla de verdad. No quiero dejar de mencionar aquí la idea del marido, abunda en esto, él también tomó conciencia de por dónde debe cruzar la relación para que pueda darse, un personaje que, por otra parte, pasa por la acción sin tener mucho que ver ni que aportar, sin embargo aquí propone una muy lúcida vía para no perder la relación con Emerenc: “vivir en continua agonía para que acuda a salvarnos, es lo más conveniente para su economía afectiva”
Y así podemos entender mejor la clave de la relación de Emerenc con su hija, porque así llama a la autora aunque ella lo desconociera. Magda debe permitir que Emerenc se convierta en la protagonista principal de su vida: “a mí me da todo o no quiero nada”.

Salvar vidas: pobre Emerenc, que en una misma noche había visto cómo delante de sus ojos se escapaban las vidas de sus dos hermanitos y de su madre sin que pudiera, bloqueada por el espanto, hacer nada para remediarlo. Como tampoco nada puede hacer, por mucho que se lo reproche desde su moral cristiana, la autora, con la circunstancia final de la vida de Emerenc. Destinos ligados, circunstancias repetidas, vidas que se cruzan, sueños que se repiten. Sueños en los que la puerta está cerrada impidiendo la salida, provocando la impotencia de nuestra soñante. Y es que los que pierden, son los que se quedan.

Blanca Varela, la subversión de la letra

Por Ani Bustamante


«Llegamos con la puntual indiferencia del nuevo día
saltando sobre la desgracia con precisión de atletas.
Hemos dormido bajo las estrellas
hemos
perdido el tiempo.»
(Blanca Varela, Palabras para un canto)

Hemos perdido a Blanca Varela, murió ayer después de una larga enfermedad. Su brutal precisión con la palabra, su golpe seco, implacable, nos deja una herida abierta a fuerza de bella poesía y, la tristeza de este día enredando el aire.
Empecé a leerla en la universidad, llevaba un libro conmigo para abrirlo en el primer espacio que Kant o Heidegger dejaran libre. A partir de ese encuentro no pude desligar más filosofía de poesía. No había metafísica, ni existencialismo, ni ser-para-la-muerte, que no se rindiera ante las palabras de Blanca.
Supe que «Ese puerto existe» y que la filosofía que me interesaba tenía como centro un vacío, un entre líneas que sólo la poesía podía rozar. Que el psicoanálisis que me proponía seguir tenía que partir de «la letra», cuyo motivo principal no sea llenarlo todo de sentido, sino imprimir una marca, un trazo, una huella. Para permitir la ausencia y transformarla en poesía.
Este es un personal homenaje a la poeta, mi gran maestra. Te iré a buscar, ya no por las calles de Miraflores o Barranco, sino por librerias, abismos de tiempo y alguna que otra cosa que pueda escribir….

SIN FECHA (Blanca Varela)
a Kafka

Suficientes razones, suficientes razones para colocar primero
un pie y luego otro.
Bajo ellos, no más grande que ellos ni más pequeña, la
inevitable sombra que se adelanta y voltea la esquina, a
tientas.
Suficientes razones, suficientes razones para desandar,
descaer, desvolar.
Suficientes razones para mirar por la ventana. Para observar
la mano que cuenta a oscuras los dedos de otra mano.

Poderosas razones para antes y después. Poderosas razones
durante.
La hoja de afeitar enmohecida es el límite.
Lasciate ogni speranza voi ch’entrate.
No se retorna de ningún lugar. Y la regla torcida lo confirma
sobre el aire totalmente recto, como un cadáver.
Y hay otras.
Palidez, sobresalto, algo de náusea.
Misterioso, obsceno chasquido del vientre que canta lo que
no sabe.
La luz a pleno cuerpo, como un portazo. Adentro y afuera.
No se sabe dónde.
Y las demás. ¿Existen?

Infinitas para la duda, evidentes para la sospecha.
Dejarse arrastrar contra la corriente, como un perro.
Aprender a caminar sobre la viga podrida.
En la punta de los pies. Sobre la propia sombra.
No más grande que ellos ni más pequeña.

Uno, dos, uno, dos, uno, dos, uno.
Uno atrás, otro adelante.
Contra la pared, boca abajo, en un rincón.
Temblando, con un lívido resplandor bajo los pies, no más
grande que ellos ni más pequeño.
Tal vez, tal vez la estancada eternidad que algún alma
inocente confunde con su propio excremento.

Malolientes razones en la boca del túnel.
Y a la salida.
A la postre tantas razones como cuellos existen.

Defenderse del incendio con un hacha. Del demonio con
un hacha, de dios con un hacha.
Del espíritu y la carne con un hacha.

No habrá testigos.
Se nos ha advertido que el cielo es mudo.

A la más se escribirá, se borrará. Será olvidado.
Y ya no existirán razones suficientes para volver a colocar
un pie y luego el otro.
No obstante, bajo ellos, no más grande que ellos ni más
pequeña, la inevitable sombra se adelantará.
Y volteará la misma esquina. A tientas.

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