Por Ani Bustamante
Una herida transmitida de madre a hija, trazo a trazo y desde el vientre. El dolor fluye por la leche después del nacimiento. El dolor en el rostro gélido de Fausta, solo conmovible cuando el canto se apodera de sus labios.
Así transcurre “La teta asustada” película que, con golpe seco y poético, tocó mis entrañas peruanas, poniéndome en pantalla gigante, esa peculiar mezcla de dolor y poesía, de banalidad y hondura, que somos. Claudia Llosa nos entrega una peculiar visión de la realidad peruana y sus matices, recreando en los márgenes de una ciudad -que no ha sabido asumir su diversidad- un pueblo habitado por la pobreza y los efectos del terrorismo marcados en la piel. Un pueblo andino que mudó su ande por un gris cerro limeño, un pueblo andino desnudo de costumbres y ritos que, a modo de disfraz, máscara -o como quieran llamar a eso que hacemos los seres humanos para cubrir nuestra desnudez existencial con marcas y clichés, para no exponer el frágil cuero- construye una identidad a fuerza del colage más pintoresco: trozos del pueblo añorado, show yanqui, slogans y ficciones de la decadente burguesía.
En medio de este desierto y entre fiestas, cumbia y bodas, aparece, como testigo del dolor vivido, Fausta, quién no se puso la máscara y mantuvo con su canto el hilo de un decir -en lengua materna- y el tono de la ternura que quedó después de la barbarie.
Los habitantes de los márgenes dejaron el ande y con él las huellas y el recuerdo traumático; a cambio perdieron su singularidad y su riqueza cultural se transformó en la búsqueda del sueño americano. Qué difícil disyuntiva se produce en nuestra sociedad: o atravesar aquello que nos constituye y que trae consigo una herida, pagando el alto precio del recuerdo o, dejar de lado nuestros trazos, borrar las huellas en un cerro que ofrece aridez, olvido y la ficción de que nada nos ha pasado. Luego, cómo no, regresará con toda su violencia, el trauma. Regresará repetitivamente y al compás de la pulsión de muerte, desplegado con otros olores y otros paisajes, la misma escena, el mismo fantasma.
Si pensamos en el trauma del terror y la violación, parecería absurdo entrar en la dimensión del lenguaje pues lo primero que muchos dirían es: “pero si a esta persona le han destrozado el cuerpo, le han obligado a vivir lo impensable”. Y es cierto, es cierto que ese golpe marca el alma, pero también es cierto que esto ocurre en nosotros que somos seres hablantes ¿qué pasa con esto?
Quiero tocar el tema del trauma que se produce en el encuentro del cuerpo con el lenguaje. Lenguaje que situará cada experiencia del cuerpo, cada sensación de la piel o contracción de un órgano, determinando los límites del sentido. Es que el cuerpo también se marca con la palabra, es que el cuerpo toma forma desde ella, imprimiendo tanto la bella irrupción de la significación, como el límite de aquello que vibra sin nombre entre los pliegues del cuerpo, o más.
El decir, que se hilvana con el canto de Fausta, marca ese encuentro entre belleza y dolor, entre cuerpo y lenguaje. Ella canta su historia y su terror, aún sabiendo que no hay palabras que lo puedan describir completamente… la música y el arrullo se encargarán de hacer algo con ese resto imposible de significar.
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