Este artículo que presentamos en el Dossier de Traducción continúa hurgando- como lo hicimos desde el comienzo con el texto de Raymond Federman- en “lo único que hay y que no importa: el lenguaje”, como escribió el escritor argentino Osvaldo Lamborghini. Esto no debería llamar a ningún desanimo sino todo lo contrario, ya que este artículo “con” Beckett y no “sobre” Beckett (la diferencia que hacen esas preposiciones son cruciales) es el testimonio de un editor que sin cánones ni recetas lee a Beckett por primera vez y puede sufrir un “shock de descubrimiento” -según sus propias palabras- y sólo porque escuchó ahí una música distinta y apostó a eso con urgencia, buscó a un Beckett todavía desconocido, lo encontró- se animó a encontrarlo-, se tiró de cabeza a traducirlo del francés al inglés para convencer a su jefe de la editorial de Nueva York, escribió artículos, lo publicó previamente en revistas hechas a pulmón, todo con la convicción de que ese autor debía imperiosamente ser conocido.
Este artículo forma parte del libro Remembering Beckett. Uncollected Interviews with Samuel beckett and Memories of those who knew him. Edited by James and Elizabeth Knowlson. London: Bloomsbury. 2006.
Richard Seaver. Traducir Beckett
Traducción: Milita Molina
Richard Seaver, editor en jefe de Ediciones Arcade en Nueva York fue un viejo amigo de Beckett desde 1950. En 1952 fue el primero en llevar a Beckett -prácticamente desconocido- a la atención del público de habla inglesa, en un laudatorio ensayo en Merlín.
Seaver ha sido un destacado editor en Nueva York por más de cuarenta años. Durante ese tiempo ha traducido más de 50 libros del francés incluyendo trabajos de André Breton, Eugène Ionesco y del mismo Beckett.
Esta contribución ha sido escrita especialmente para este volumen.
París, en los años 50
Algunas personas hacen su propia suerte, otras se ven arrojadas a ella por el momento, la geografía, o los dioses. En mi caso fue una combinación de momento y geografía, ya que hacia finales de 1951 me había trasladado del ático del octavo piso (léase un cuarto de servicio), en una abominable pension de famille en la calle Jacob, a un alojamiento mucho más grande en el 8 de la calle de Sabot, detrás de St Germain des Prés.
Para llegar a St Germain con su aglomeración de amables cafés, yo tenía casi inevitablemente que atravesar la calle Bernard Palissy, una pequeña calle adoquinada que alojaba a un panadero, un carnicero, una lavandera, un carpintero y, por sobre todas las cosas, a una incipiente editorial: Ediciones de Minuit. Antes, el local ocupado por Minuit había sido el burdel local, cerrado por un grupo de cruzados anti sexo en un vano intento por limpiar el alma Gala tanto como el cuerpo. Pero lo fundamental en este cambio de profesiones era que el local del número 7 de la calle Bernard Palissy tenía dos vidrieras, una a cada lado de la puerta, antes llena de imágenes de tentadores cuerpos de jóvenes mujeres y ahora con libros recién impresos. Como pasaba por el número 7 casi diariamente, camino a mi punto de reunión en Deux Magots o el Café Royale, no podía evitar mirar los títulos, especialmente dos libros que estaban juntos Molloy y Malone Meurt, con un nombre en la portada que me sonaba familiar: Samuel Beckett. Yo estaba involucrado profundamente con Joyce en ese momento, para mí el santo bendito de la literatura contemporánea, y el nombre de Beckett había aparecido frecuentemente en el contexto joyceano. Todo lo que sabía de él era que también era irlandés, que había venido a París desde el Trinity College, Dublín, como lecteur a la Escuela Normal Superior -un notable honor- y que él y un amigo francés, Alfred Péron, habían traducido al francés el capítulo del Finnegans Wake, “Anna Livia Plurabelle” y que Beckett había contribuido con el capítulo que abría la colección de doce odas al Maestro, apropiadamente tituladas Our Exagmination Round His Factification for Incamination of Work in Progress. También me parecía recordar que había publicado una o dos novelas en Inglaterra con poco o nada de éxito.
Pero lo que mi cabeza se seguía preguntando era qué hacía un escritor irlandés en la vidriera de Minuit, un editor francés. Ah, claro, concluí: debe ser una traducción. Entonces corrí a la primera librería en inglés en la calle de Seine donde la propietaria Gaït Frogé me dijo que nunca había oído ni de Molloy ni de Malone en inglés, luego, en la Librería de George Whitman, Le Mistral, la respuesta fue la misma. Entonces semi-concluí que los libros podían haber sido escritos en francés. Bizarro…
Entonces, me permito citarme. Un fragmento escrito más de treinta años atrás:
“Finalmente la curiosidad triunfó sobre la avaricia: una mañana en mi caminata a St Germain des Pres entré al número 7 y compré ambos libros. Más tarde, ese mismo día, abrí Molloy y empecé a leer: Je suis dans la chambre de mame mère. C’ est moi qui y vis maintenant. Je ne sais comment j’y suis arrivé… (1) Antes del anochecer había terminado Molloy. No diré que entendí todo lo que había leído, pero si existe algo así como un “shock de descubrimiento”, yo lo experimenté ese día. La simplicidad, la belleza, sí, y el terror de las palabras me afectaron como poco lo había hecho antes o lo haría desde entonces. Y la visión del mundo de ese hombre, su representación dolorosamente honesta de esa visión, su postura de no-ilusión. Y el humor, ¡Dios!, el humor… Esperé uno o dos días y entonces releí Molloy tentado de sumergirme en Malone, pero resistiendo la tentación como se resiste un seductor dulce. La segunda lectura fue más emocionante aún que la primera, Me metí en Malone. Plenamente digno del primero. Dos libros asombrosos. Milagros”
Poco después me vi involucrado con una nueva revista literaria publicada en París, Merlín, cuyo primer número apareció en la primavera de 1952 editado por un talentoso y carismático escocés, Alex Trocchi. Cuando nos conocimos lo abrumé con mi exuberante e interminable relato de la obra de Beckett. “Nunca he leído a otro como él”, insistía.” Completamente nuevo, completamente diferente. Tal vez más importante que Joyce!” Al final, probablemente para detener mi torrente de palabras, Trocchi dijo “Bueno, si el hombre es tan bueno ¿por qué no escribe un ensayo sobre él?”. Cosa que hice en el segundo número. Titulado Samuel Beckett: una introducción, comenzaba:
“Samuel Beckett, un escritor irlandés establecido desde hace tiempo en Francia ha publicado recientemente dos novelas que, aunque desafían todo comentario, merecen la atención de cualquiera interesado en la literatura de este siglo…”
Si exceptúo la frase “aunque desafían todo comentario” esta frase inicial es una que todavía sostengo.
Cuando en el otoño apareció la edición, tomé un ejemplar para Minuit con una nota para el editor Jérôme Lindon, preguntándole si tendría la amabilidad de enviárselo a Beckett. Cuando la secretaria de Lindon le comentó el motivo de mi visita, aparentemente Lindon le dijo que me hiciera subir directamente, porque lo que yo no sabía era que su opinión sobre mi descubrimiento irlandés era más que coincidente con la mía. Un hombre alto, de apariencia austera, ya con entradas, – estaba todavía en sus veinte- y una mirada tan intensa como yo nunca había visto. Estaba impecablemente vestido, con traje negro y corbata haciendo juego. Con mi uniforme caqui -ropa de saldos del ejército- me sentía más que incómodo y fuera de lugar, pero enseguida él me hizo sentir cómodo. Me aseguró que se lo enviaría a Beckett y luego dejó deslizar el comentario de que aunque ahora estaba escribiendo exclusivamente en francés, Beckett había escrito durante la guerra una novela aún sin publicar, Watt. Debo haber prácticamente saltado de mi silla. ¿Podríamos verla con miras a publicar un fragmento en la revista? Él no conocía la situación de la obra y creía que había estado circulando en Inglaterra pero por encargo. Salí eufórico con la noticia.
Las semanas pasaban sin ninguna respuesta de Beckett. O no le había gustado mi trabajo, concluí, o no tenía interés en mostrarnos Watt. En ese momento, al final del otoño, mi alojamiento en la calle de Sabot había pasado a ser el cuartel general de Merlin, en el que todos los involucrados nos encontrábamos dos o tres veces a la semana para discutir la revista, el estado del mundo y los seductores méritos de París. Todos habíamos perdido las esperanzas sobre una respuesta de Beckett, cuando un anochecer, a comienzos de Noviembre, durante un poco típico chaparrón parisino, golpearon la puerta. La abrí y me encontré con una figura delgada y adusta con un piloto chorreando, de cuyos pliegues sacó un paquete empapado por la lluvia. “Aquí está”, dijo, “Creo que usted preguntaba por esto”. Se volvió y desapareció en la noche. Abrí el paquete y era el largamente esperado Watt entregado en persona por el misterioso señor Beckett. La mayoría del grupo de Merlin estaba ahí y he contado en otro lugar cómo nos quedamos casi toda la noche leyendo páginas, turnándonos hasta que nuestras voces se fatigaban o hasta que nuestras lágrimas o risas nos sellaban los labios.
Publicamos un largo fragmento de Watt en el número siguiente- Beckett había señalado que pasaje podíamos usar-: El inventario del Señor Knott sobre la posibilidades de su indumentaria ( “Para sus pies, algunas veces usaba en cada uno un calcetín, o en uno un calcetín y en el otro una media, o una bota, o un zapato, o una pantufla, o un calcetín y una bota, o un calcetín y un zapato, o absolutamente nada …) y las variadas permutaciones de los muebles en su cuarto (“Así, no era raro encontrar, el domingo, la cabecera de la cómoda junto al fuego, la cabecera del tocador junto a la cama, el taburete boca abajo junto a la puerta, y la palangana boca abajo junto a la ventana; y el lunes, la cómoda junto a la cama…” etc.
Sospeché entonces, y luego lo confirmé, que, señalando específicamente este fragmento, Beckett estaba pulsando la fibra literaria de la revista, porque sacado de contexto podía ser considerado pedante o fatigoso y en exceso experimental, lo cual encima y de acuerdo con algunos de nuestros lectores, fue así. Pero no nos preocupaba: teníamos una misión y Beckett era nuestro líder. De hecho, a partir de allí, prácticamente en cada publicación algo de Beckett honraba nuestra revista. Más aún, habiendo perdido menores pero dolorosas sumas en la revista, el año siguiente decidimos expandirnos y ver si podíamos compensar nuestras pérdidas editando libros. Y por supuesto el primer libro que elegimos fue Watt.
En mi búsqueda para mi artículo sobre Beckett descubrí que en los comienzos había publicado dos cuentos bastante largos escritos en Francia, uno titulado “Suite” en Les Temps Modernes de Sartre y el otro “L’ Expulsé” en Fontaine. Los dos eran magníficos y le pregunte a Beckett si podíamos publicar alguno de los dos. “El único problema”, dijo es que “necesitan ser traducidos, y yo no tengo el tiempo ni la disposición para eso” Luego se le ocurrió “¿Por qué no intenta usted con uno?”. Vacilé. “Cuando lo haya terminado puedo revisarlo con usted”, me aseguró. En la locura de mi juventud dije que sí. Locura porque aquí estaba, sentado con un hombre cuya maestría con el inglés era extraordinaria, tal vez única –yo lo había sostenido así en la publicación- y ahora tenía que recrear en su propia lengua materna, sus propias palabras. Sin embargo me puse a trabajar seguro de que podría terminar la tarea en un par de semanas, urgido por Trocchi que quería el cuento para el próximo número. Después de dos meses todavía tenía dificultades, revisando, pensando: ¿cómo diría Beckett esto? Finalmente no pude hacer más y mandé las páginas por correo.
Unos días después me envió una tarjeta diciendo qué trabajo tan bueno había hecho y sugiriendo encontrarnos en el Dôme para “darle una ojeada”. Nos encontramos a las 4, una hora en que los clientes escasean, atrás, donde estábamos solos. Beckett tenía de un lado mis páginas y del otro la edición francesa abierta, listo para empezar. Con nuestras cervezas ya ahí miramos mis líneas del comienzo:
“They dressed me and gave some money. I knew what the money was to be used for, it was for my travelling expenses. When it was gone, they said, I would have to get some more. If I wanted to go on travelling” (1)
Beckett examinó primero el inglés, luego el francés y luego fue y vino una vez más, sus gafas con marco de metal echadas hacia atrás sobre su mata de espeso pelo gris, extraviando la mirada, luego sacudiendo su cabeza.
Se me vino el alma a los pies, para usar una frase hecha. Claramente mi interpretación era inadecuada. Pero estaba equivocado: era el original lo que no le gustaba.
“No puede traducir esto” dijo refiriéndose a un pasaje más abajo. “No tiene sentido”. Más miradas de reojo y cotejos de un material a otro produjeron un comentario más optimista. “Esto está bien”, murmuró. “Estas pocas oraciones del comienzo se leen muy bien también. Pero qué opina si usamos la palabra “ “clothed” (“cubrieron”) en lugar de “dressed” (“vistieron”)? “They clothed me and gave me money” (2) ¿No le parece que suena mejor?
Sí, claramente “clothed” era la mejor palabra.
“En la siguiente oración”, dijo “usted es literalmente correcto. En francés lo puedo explicar claramente, decir “travelling expenses” (“gastos de viaje”) está bien. Pero tal vez aquí podamos hacerlo un poco más apretado, diciendo algo como: “it was to get me going”,(“era para que me pusiera en movimiento”) “it was to get me started” ( “era para que empezara”) ¿le gusta más alguna de las dos?”. Y así fuimos frase por frase, Beckett apreciando mi traducción como un preludio para modificarla hacia lo que él realmente quería, re trabajando acá una palabra, por allá una oración completa , desmenuzando, apretando, acortando, siempre encontrando no sólo le mot juste sino la phrase juste también, cambiando lo ordinario por lo poético hasta que la prosa cantara. Nunca- estoy seguro- para el gusto de Beckett pero ciertamente sí para mi oído. Bajo la varita mágica de Beckett el fragmento que abría el cuento se transformó en
“They clothed me and gave me money. I knew what that money was for, it was to get me started. When it was gone I would have to get more, if I wanted to go on” (3)
Durante aquellas varias sesiones, edificantes para mí, Beckett a veces visiblemente padecía por revisar un texto que había abandonado algunos años atrás y desde el cual había pasado a otros niveles y a otras consideraciones: era claramente penoso. Finalmente, durante una de nuestras sesiones vespertinas y como reacción a un momento particularmente largo de desesperación de su parte, le dije algo abruptamente: “Pero señor Beckett ¿no se da cuenta qué importante escritor es usted? Porque usted es cien veces más importante que… Camus, por ejemplo”. Ávido de superlativos se me ocurrió el nombre del escritor francés de más fama mundial en ese momento.
A esta juvenil y entusiasta declaración obviamente disparatada, Beckett compasivamente me miró fijo, sus rasgos de halcón reflejando una reacción a mitad de camino entre la incredulidad y la desesperación “Usted no sabe lo que está diciendo, Dick, me dijo meneando la cabeza con tristeza. “Nadie está interesado en esa… basura” y señaló desdeñoso hacia la desprolija pila de páginas del manuscrito. “Camus”, se río. “¡Camus es conocido incluso en la luna!”.
La sincera burla que Beckett hacía de sí mismo me entristeció, porque si había una convicción que yo sostenía desde mi primer encuentro con el trabajo de Beckett era la de que -tarde o temprano- el mundo lo alcanzaría y le daría a ese gran hombre el debido reconocimiento. Sin embargo no era que la evaluación negativa de su trabajo se basara solamente en una predilección por el pesimismo. Después de todo el hombre había estado escribiendo incesantemente desde que tenía 22 años y aquí estaba, casi en los cincuenta, con no más de un puñado de amigos y fanáticos como nosotros a quienes nos importaba su trabajo.
Cuando tuvimos al fin terminado “El final” a su gusto, Beckett me preguntó para mi sorpresa pero también para mi alegría (porque un voto de confianza de Beckett restituía en gran medida la humilde experiencia de nuestro esfuerzo conjunto) si yo traduciría otro cuento L’ Expulsé, The Expelled . Dudé. “¿Está seguro de que no prefiere hacerlo usted mismo?”, aventuré. “De ningún modo Dick” me dijo.” No podría…simplemente no podría. Es una gran ayuda Dick, créame”. Entonces dije que lo haría y lo hice.
Lo que ninguno de nosotros sabía durante esas largas -y para mí privilegiadas- tardes de otoño era que la vida de Beckett iba a cambiar, y a cambiar dramáticamente, porque su segunda obra de teatro, mantenida lejos de las tablas por caprichos del destino y accidentes del teatro, iba a estrenarse a comienzos del año siguiente lanzándolo súbitamente a la fama que merecía y cambiando su vida pública y privada para siempre.
Tenía un título apropiado para un hombre que había esperado tanto: se llamaba al comienzo La Espera. Luego modificada y llamada, finalmente, Esperando a Godot.
Notas
- “Estoy en la habitación de mi madre. Soy yo el que ahora vive ahí. No se cómo llegué aquí…”
- “Me cubrieron y me dieron algún dinero. Yo sabía para qué debía usarse el dinero, era para mis gastos de viaje. Cuando se haya ido, dijeron, debería conseguir más. Si quería continuar viajando”.
- “Me cubrieron y me dieron dinero. Sabía para que era el dinero: para que empezara. Si quería seguir, cuando se acabara debería conseguir más.”
Leo ahora, con algún que otro escalofrío, este impresionante testimonio que no conocía…. Impagable.
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