Por Ani Bustamante
Pocas veces se experimenta en (y con) el teatro una entrega semejante a la que asistimos en La Clausura del Amor: estallidos de fibra sin-nombre, ecos de un decir que nunca logra pronunciarse del todo, desfallecimiento. Esto es lo que me deja la brillante obra de Pascal Rambert, dirigida por Darío Facal y actuada por Lucia Caravedo y Eduardo Camino.
La obra plantea un final, enunciado desde el título como “clausura”, que nos llevará por una experiencia que cruza el lenguaje y la existencia misma. Estamos delante de lo más crudo y cruel de la vida, de todo aquello que fue velado por obra y gracia del amor. Jacques Lacan dice que el amor funciona como suplencia de aquello que no hay, y hace que allí, en la falta misma, en la grieta que nos constituye, surja una posibilidad, un teatro quizá, en el que se ponga en juego un sentido.
A partir de la clausura del amor, todo el teatro y el sentido tambalea; y esto es lo que nos muestra magistralmente la obra, ya que, capa a capa, va destejiendo los hilos de la representación mientras la palabra de amor cesa y el mundo parece derrumbarse. Este es el punto que me interesa y parece mejor logrado de la obra, el punto que hace de ella algo que va mucho más allá de la historia de una pareja y su separación.
Empieza la representación
Luces blancas sobre un amplio escenario vacío.
Este es el final, dice él. Ella enmudece.
A partir de aqui, Audrey y Stan llevan las palabras hasta el limite en el que éstas desfallecen, mientras sus cuerpos se enredan en los vacíos del lenguaje. Los protagonistas son una pareja de actores y la obra transcurre en un teatro, en medio de las luces blancas del ensayo. Escenario desnudo, teatro vacío. Final.
¿Cuál es la representación? ¿Se puede representar un final?
¿Qué resta después de la escena del amor? ¿es el amor representable? ¿se puede seguir confiando en la representación para cobijar el cuerpo y velar nuestra desnudez?
Dice Stan: las cosas solo existen porque son dichas
¿Y qué sucede con lo imposible de representar, de decir, de nombrar?
Negro…
Se apagaron las luces, parecía no quedar rastro de nada, salvo un hueco en el pecho, una inmovilidad en el cuerpo. Desconcierto. Fin de la obra. Aplausos.
Se apagaron las luces y el verbo, los significados, el sentido cesó.
Es altamente interesante el nudo que se establece entre amor, final, lenguaje y teatro. Stan plantea un final, que paradójicamente lanza lo que pareciera la verborrea ilimitada de un hombre que no encuentra el punto, el acto final. La obra empieza con un final, estalla, se despliega en el vano intento por decir la última palabra, aquella que cierre y colme el sentido. La caída del velo del amor, es también la caída de los velos del lenguaje, un lenguaje que cada uno de ellos exalta, hace vibrar en el cuerpo ante los limites del decir, hasta desatar el tejido de la lengua y caer:
noto tu cuerpo queriéndome arrancar la lengua con todas sus fuerzas queriendo asesinar mis elementos de lenguaje has roto el lenguaje que habitaba en mí ya no tengo palabras Por su parte Audrey: la sintaxis debe de estar en algún sitio quizá allí al fondo de la sala debajo de una silla menuda mierda Stan menuda mierda
Audrey queda fuera, fuera de la sintaxis, de la casa del lenguaje. Él, rompe la red que lo sujetaba, la red del lenguaje que se teje a fuerza de recibir el impacto de la lengua del Otro sobre el cuerpo desnudo. Se hace evidente que lenguaje y amor tienen un vínculo constitutivo.
Dice Stan:
estoy prisionero eso es manifiestamente prisionero imagínate una red una malla eso es imagina una red una gran red respecto al trabajo que hacemos claro que ves esa red estás acostumbrada es algo que sabes hacer que aparezcan las cosas cuando no están bien así que intenta imaginar intenta visualizar esa red intenta hacerla aparecer intenta que aparezca a la vista en grande bien grande puedes lanzarla por la habitación desplegarla hacer que aparezca de aquí a allí y de aquí hasta el techo y mantenerla abierta pues mira yo estoy dentro justo en el centro y ya no puedo más no puedo más Audrey no puedo más
Pascal Rambert nos lleva hasta la clausura del amor, lo cual trae como consecuencia que la representación, el teatro de la vida y sus personajes, también se clausure. La relación con la filosofía y psicoanálisis franceses hace evidente la filiación del autor con su cultura, en tanto busca operar allí en donde el lenguaje muestra sus limites, desobsesivizando un discurso que pretende colmarlo todo de sentido, y con esto mostrar un cuerpo enfrentado a sus pulsiones y latidos.
Dice Derrida: “La teatralidad debe atravesar y restaurar de parte a parte la «existencia» y la “carne”. Se dirá entonces del teatro lo que se dice del cuerpo”*.
Esta obra está alineada con los pensadores de la discontinuidad, del abismo, del acontecimiento. Se hace necesario cerrar el telón, clausurar un lenguaje, para darle lugar a lo nuevo, en su carácter de impensado. Es preciso deconstruir, deconstruir aquello que nos representaba y nos colocaba como “iguales” (y este es un tema entre Audrey y Stan, quienes vivían una vida llena de semejanzas) para dejar surgir la diferencia, que en su dolor y en su vitalidad, traerá consigo una otra escena, un otro tipo de teatro, en el cual el cuerpo toma dimensiones estremecedoramente orgánicas.
«Por ello, pensar la clausura de la representación, es pensar el cruel poder de muerte y de juego que permite a la presencia nacer de sí, disfrutar de sí por la representación en donde ella se evade por su diferencia. Pensar la clausura de la representación es pensar lo trágico: no como representación del destino, sino como destino de la representación. Pensar su necesidad gratuita y sin fondo»*.
Si algo llama la atención en La Clausura del Amor es esa búsqueda vertiginosa de sentido, que se manifiesta en la pulsación acelerada de las palabras, en el temblor del cuerpo cuando intenta lo imposible: nombrar el final.
Los actores se dejan la vida en el escenario, y el escenario lo cubre todo, el escenario es también el cuerpo del espectador, que deviene caja de resonancia.
¿Cuál es la gramática del final?
Si el amor viene a suplir nuestra falta-en-ser, y con él logramos anudar el sentido, hilvanar un cuerpo, fijar una dirección para nuestra casa, su final nos arroja, nos coloca por fuera, haciendo más patente ese ser-para-la-muerte heideggeriano, que sin embargo muestra su nacimiento.
Pura presencia que nos arranca de la representación del yo sobre sí mismo. Ya sin espejos estamos allí. Atónitos, presentes. Vivos.
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Escuchar el audio del conversatorio sobre la obra:
*Derrida, Jacques; El teatro de la crueldad y la clausura de la representación
Información Bitacoras.com
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